La hoja de coca ha ingresado nuevamente al debate y lo ha hecho con inusitada virulencia considerando el estatus que goza bajo la égida gubernamental.
Sabíamos que desde la asunción de Evo Morales a la Presidencia de la República, la mirada de Estado iba a ser diferente no sólo considerando su uso como materia prima para la fabricación de sustancias controladas, sino también por el trato que merece como símbolo del modelo que intenta el MAS implantar. Durante décadas, y mucho antes al predominio masista en la esfera de la política nacional, nadie puso en discusión que la coca, en su estado natural, constituye parte importante de nuestro acervo cultural, por lo que protegerla en ese contexto, era y es cuestión de soberanía nacional. Tanto para su uso ceremonial, medicinal como para su consumo lícito, la coca ha significado un referente que forma parte de la naturaleza y costumbre de sectores de la sociedad civil.
La mala noticia siempre estuvo asociada al narcotráfico. Y pese a que el MAS continúa intentando desmitificar la idea casi generalizada en sentido que la mayor parte de la producción de coca del Chapare está dirigida a cubrir la demanda de los narcotraficantes, y que diversas organizaciones gremiales, especialmente del trópico, han defendido su cultivo con el menor rigor en cuanto a fiscalización, éste es un periodo en el que la “hoja milenaria” atraviesa un momento expectable respecto a producción, cultivo y comercialización, considerando su reconocimiento constitucional como patrimonio cultural.
A diferencia de lo que acontecía en otras administraciones, incluida la del MIR donde la hoja desfilaba en la solapa de todos los que engrosaban la nueva oligarquía política de ese momento, en la actual, la coca goza de salud envidiable en sus dos facetas. Y si bien la defensa por parte del Gobierno para uso y consumo trajo consigo una suerte de abanderamiento ideológico frente al mundo occidental en general y EEUU en particular, la vigencia de un nuevo marco legal con el incremento a 22 mil hectáreas, constituye hoy un dato no menor que traerá repercusiones en el plano internacional y consecuencias en el nacional.
Partamos por dejar constancia de que Bolivia es soberana en cuanto al tratamiento y vigencia de su legislación, en cualquiera de sus órdenes. Ese aspecto no resta el hecho de que como Estado, formamos parte de una comunidad internacional que se desenvuelve sobre la base de normas con rango de supranacionalidad que obligan adoptar ciertas conductas con tono de diplomacia y de cultura de la paz. Un hito importante marcó la Convención de Viena de 1961, adherida por el Estado de Bolivia hasta la fecha. Pero más allá de ello, lo preocupante es, primero, el efecto que pueda tener la ampliación de hectáreas de cultivo en la fabricación de cocaína, tarea que se verá ciertamente estimulada por el incremento y disponibilidad de la materia prima y, segundo, la probabilidad de un acrecentamiento de actividades colaterales que puedan ser patrocinadas por delincuencia organizada ávida de más coca.
La preocupación es mayor si miramos experiencias de países como Colombia o México, donde cárteles del narcotráfico han sustituido al Estado en determinadas zonas geográficas, imponiendo reglas e implementando una verdadera política del terror. Razón suficiente para que el Gobierno medite este tema a sabiendas que los cocaleros, que son el bastión movilizado más duro del masismo, con probabilidad, pueden quedar presos de una actividad que sólo trae dolor y muerte.
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