En La Coronilla fue erigida una ermita donde se honraba la fiesta de San Sebastián. Seguramente era ya un sitio sagrado antes de la Conquista, una huaca prehispánica, pues es una colina que domina todo el valle de Cochabamba, y por eso la Iglesia erigió allí una capilla donde se festejaba ruidosamente al santo mártir. ¿Pero qué fue de la capilla? Que fue derruida en 1731 después de que clavaron allí el brazo derecho de Alejo Calatayud en una pica, mientras otros miembros eran repartidos en sendas picas clavadas en Jaihuayco y los caminos a Tacaparí, Arque y Sacaba. Como añadidura, la sevicia de la dominación colonial ordenó la destrucción de la capilla, y el sitio donde estaba fue rociado con sal, para que jamás creciera allí la hierba.
Desde entonces La Coronilla perdió su carácter sagrado y San Sebastián se quedó sin su fiesta tradicional, que ahora dicen se celebra en un domicilio particular próximo a la Avenida Siles.
¿Qué hubiera ocurrido si existía la capilla y el culto a San Sebastián aquel 27 de mayo de 1812? Que probablemente algunas de las mujeres que resistieron el ataque del ejército realista se hubieran refugiado en la capilla y quizá Goyeneche no se hubiera atrevido a profanarla. Pero, desde entonces, la Coronilla fue escenario de corrida de toros, de fiestas cívicas, es decir, laicas, de amoríos ocultos y de refugio de jóvenes marginados por la sociedad.
Me baso en lo narrado por Roberto Querejazu Calvo en su libro “Chuquisaca 1538-1825”. En 1725, Felipe V ordenó empadronar nuevamente a los indios de las Colonias para mejorar el cobro del tributo, venido a menos por la enorme cantidad de nativos que murieron por el rigor de la dominación española y las enfermedades que trajo la Conquista, como la influenza y la viruela, entre otras. El caso es que los visitadores empadronaban también a los mestizos como si fueran indios, no obstante que por tener algo de sangre española estaban exentos del pago del tributo. Entonces, los mestizos se levantaron bajo las órdenes de Alejo Calatayud y se hicieron fuertes en La Coronilla. Se produjo un combate en Jaihuayco, donde 18 españoles fueron victimados con saña, incluido el alcalde, cuyo bastón de mando fue arrebatado por Calatayud. Era el 29 de noviembre de 1730 y los españoles se refugiaron en todos los conventos e iglesias; pero el movimiento concluyó con un acta de entendimiento suscrita el 9 de diciembre, y luego Calatayud fue capturado con engaños y ahorcado el 31 de enero de 1731. Luego, lo descuartizaron en La Coronilla, clavaron sus miembros en picas y frieron su cabeza en aceite para enviarla al Virrey. La capilla fue derruida por 70 indios a sugerencia del oidor Manuel Isidoro de Mirones (que Dios lo tenga donde ameritan sus pecados). Los bienes de Calatayud fueron confiscados, demolida su casa y rociada con sal. Todos sus parientes fueron declarados “traidores, infames y rebeldes perniciosos” y su madre fue puesta en venta como esclava, pues habría sido mulata o negra, como que a Calatayud lo apodaban el Zambo. En fin, su esposa, de 22 años, fue encerrada en el monasterio de Santa Clara.
Quizá, ésta sea la salvación de nuestra augusta Colina: restituir el culto a San Sebastián, depositado en la Catedral hace casi dos siglos, y erigir allí un santuario que podría tener miles de devotos porque es una zona popular. De paso honraríamos allí la memoria de Calatayud. (Sugerencia del escritor y periodista Monroy Block en Los Tiempos)