Hace unos días, en este espacio editorial, a tiempo de expresar nuestros deseos de que los problemas de salud por los que está atravesando el presidente Evo Morales no revistan mayor gravedad, expusimos nuestra preocupación por la mala manera como desde un primer momento el tema había sido abordado por las autoridades encargadas de informar a la ciudadanía sobre los asuntos que son de interés público. Lamentamos que el pésimo manejo de la información, reflejado en una avalancha de declaraciones oficiosas —ya que no oficiales— tan inverosímiles como contradictorias entre sí, diera lugar a una ola de rumores, especulaciones y las más diversas conjeturas abonadas por la falta de información fidedigna.
Del mismo modo, y con similar severidad con la que cuestionamos la manera como el Gobierno abordó el tema, nos referimos a lo inadmisibles que son los comentarios impertinentes, agresivos y ofensivos con que los más recalcitrantes exponentes de la oposición política reaccionaron ante las noticias relacionadas con la salud presidencial.
Diez días han pasado desde que el tema salió a la luz pública como consecuencia del intempestivo viaje a Cuba, y el panorama no ha mejorado, como era de esperar, una vez despejada la comprensible confusión y desasosiego en las filas gubernamentales. Lejos de ello, la falta de información digna de confianza es cada vez mayor y sigue creciendo al mismo ritmo al que se multiplican las versiones contradictorias, sin que haya quién asuma el rol de portavoz gubernamental para poner algún orden en medio de tanto desconcierto.
A juzgar por el contenido y el tono innecesariamente agresivo de muchas de las declaraciones provenientes del aparato gubernamental, parecería que la confusión principal, de la que se nutren todas las demás, es la dificultad que nuestros gobernantes tienen para definir si estamos ante un asunto de interés público o privado. Es que mientras por un lado insisten en que la salud presidencial es un asunto de Estado, por el otro exigen que la sociedad y sus instituciones —medios de comunicación y colegios profesionales, por ejemplo— no invadan la privacidad de Morales, como si los males que lo aquejan fueran de su exclusiva incumbencia.
A partir de esa errónea manera de abordar el asunto se derivan los demás desaciertos. Así, diez días después de que el viaje a Cuba despejara el secretismo con que hasta entonces se trató el tema, todavía no hay una versión oficial coherente y merecedora de un mínimo de credibilidad.
No es difícil entender que tan caótica manera de administrar la información relativa a la salud presidencial es incorrecta desde cualquier punto de vista. Y a quien menos conviene que el tema degenere en una vorágine de especulaciones y suspicacias es al Primer Mandatario y al Gobierno que encabeza. Es de esperar, por eso, que las autoridades encargadas de administrar la comunicación con la sociedad asuman la tarea que les corresponde y, lo más importante, que lo hagan de manera fidedigna.
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