La Paz —una vez más— tiene que pagar el incalculable precio de lo que es una combinación de imposición y megalomanía que infiere una herida de muerte a nuestro centro histórico, probablemente sin antecedentes en América

Nada se da por acaso. La construcción de dos gigantescos edificios en el centro de La Paz, el nuevo Palacio de Gobierno —mal llamado “La Casa del Pueblo”— y el nuevo Palacio Legislativo, responde a una lógica y tiene un propósito muy claro.

Desde el punto de vista de la ciudad se trata de una agresión sin precedentes, que destruye lo poco que quedaba de coherencia en su casco histórico. Para ser justos, sin embargo, no está demás subrayar que a pesar de los esfuerzos ímprobos de especialistas y activistas en defensa de nuestro patrimonio, la normativa referida a lo que se puede y no se puede hacer en el perímetro de lo que denominamos como “ciudad vieja” ha sido cambiante, errática y contradictoria desde hace ya varias décadas. El resultado, antes de el último y demoledor atentado que comentamos, ha sido el de la construcción de edificios que desnaturalizaron la zona. Los dos ejemplos más evidentes son el Banco Central (1981) y el Mercado Lanza (2010), en ambos casos (y otros varios que han ido “bombardeando” otras calles de la zona), el criterio dominante tuvo que ver con una peculiar idea de “desarrollo”, “progreso” y “modernidad”, que de manera inexorable dañó la imagen urbano-arquitectónica de la sede de gobierno.

Es frecuente escuchar que las ciudades son cuerpos vivos y dinámicos en plena transformación y que el cambio es parte inherente de esa realidad. Sin duda es así, de lo que se trata es de establecer con claridad lo que cada ciudad espera de sí misma. Pensemos en París, Washington, Venecia, Cusco o Quito. Está claro que todas esas urbes crecen y viven la realidad del siglo XXI, pero lo está también que a ninguno de sus habitantes se le ocurre proponer un rascacielos al lado de la Torre Eiffel o del Arco del Triunfo, o del Capitolio, o de la Iglesia de San Marcos, o de la Plaza Mayor, o del Templo de San Francisco. La sola idea sería no sólo desechada, sino que se reputaría de insano al político o al arquitecto que ponga siquiera a consideración tal despropósito.

El argumento esgrimido por nuestros gobernantes es que los actuales edificios que albergan al Ejecutivo y al Legislativo han quedado pequeños y están desbordados, lo que es rigurosamente cierto. Pero queda claro que la ampliación de ambos espacios no consideró ni por un segundo adecuarla a dos premisas: la armonía arquitectónica con el entorno y el respeto a la proporción de las edificaciones existentes en su contexto urbanístico. ¿Por qué? ¿Porque quienes ejercen el poder carecen de sensibilidad artística? ¿Porque desconocen la importancia de preservar un legado que es además un fuente potencial de atractivo turístico? No, la respuesta es ideológica. El Palacio de Gobierno fue construido en 1847 por el Presidente José Ballivián e inaugurado en 1852 por el Presidente Manuel Isidoro Belzu. El Palacio Legislativo fue construido en 1900 por el Presidente José Manuel Pando e inaugurado en 1905 por el Presidente Ismael Montes. Sus estructuras y su representación arquitectónica son eminentemente republicanas, ligadas a los cánones de su tiempo, con la evidente influencia greco-latina que se usó en toda América en los edificios públicos, en estos dos casos particulares con un atractivo tono ecléctico en el contexto de sus modestas proporciones.

Las dos nuevas construcciones, verdaderos engendros especialmente por su desmesurado tamaño, no son sólo una respuesta a necesidades funcionales, son la afirmación de una idea. El Estado Plurinacional será recordado “por siempre” a través de los dos símbolos físicos de su paso por la historia y del poder que los representa. Lo será además por comparación con la “República derrotada”. Ambos monstruos de concreto serán la sombra permanente colocada literalmente encima del pequeño Palacio gubernamental y la Catedral, y en la otra acera aplastando la cúpula de la sede del Legislativo. No ha sido casual ni el tamaño, ni la forma, ni el lugar. Sólo así se puede entender la irracionalidad de una mole de veintinueve plantas para albergar al Presidente y al Ministerio de la Presidencia y otra de veinte plantas para los asambleístas. En realidad nos dicen: “¡Aquí estamos y aquí nos quedaremos representados en estos gigantes para que no se olviden nunca que este modelo político aniquiló y sustituyó al viejo régimen!”.

La realidad física de semejantes estructuras les da la razón a sus autores. Por si hubiera alguna duda del ejercicio arbitrario de ese poder, a pesar de la norma municipal que prohíbe construcciones de tal magnitud en un lugar tan sensible, el Gobierno vulneró la norma y construyó, luego “arreglaría” esa vulneración en los tribunales más bien dóciles a sus requerimientos. La Paz —una vez más— tiene que pagar el incalculable precio de lo que es una combinación de imposición y megalomanía que infiere una herida de muerte a nuestro centro histórico, probablemente sin antecedentes en América.
 
El autor fue presidente de la República
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