sobre la construcción del orden. del pacto social. del respeto a la ley. Carlos Mesa
No cabe seguir en el engaño. La enfermedad del país es profunda y muy grave. No se cura con declaraciones retóricas ni con una mecánica democrática que sólo araña la superficie. La pesadilla del desorden como parte de nuestra vida es una realidad.
La construcción del orden es quizás en la Bolivia del siglo XXI la tarea más importante que debemos encarar, y a la vez en la que hemos fracasado de manera más estrepitosa.
En los tiempos románticos de la Revolución, aquellos del Che y del mayo francés, la idea del orden era en sí misma un anatema para cualquier joven inflamado de progresismo y empapado de un concepto, el del cambio. Se luchaba contra un orden reputado de conservador, de inmovilista, de disfraz para preservar los intereses de los opresores, un mecanismo que permitía que unos pocos vivieran a costa de muchos.
Cuando, ya en democracia, surgió un imparable movimiento contrario al poder establecido, se cantó a la Revolución a través de una entelequia fascinante, la de los “movimientos sociales” que como ángeles de justicia aparecían serpenteantes por los caminos de Bolivia. Las masas iban a imponer el verdadero cambio, el de la inclusión, el de la igualdad, el del orden de los que habían esperado por siglos la hora de la justicia.
Quienes creyeron entonces que había que defender al costo que fuera el orden democrático vigente, fueron arrasados por esas masas tras una acción represiva desmesurada que dejó una profunda herida en el país.
Se plantó así la inmensa bandera del cambio, de la “revolución” en democracia. Ese pendón flameó con toda la fuerza de la esperanza y el radicalismo de quienes llegaban para transformarlo todo (por enésima vez en nuestra historia).
Había que destruir el pasado, no dejar piedra sobre piedra del edificio construido por quienes representaban un pasado negativo y corrupto.
Lo que en la superficie parecía tan evidente, dejaba de lado, como tantas veces antes, el verdadero meollo de la cuestión. Para construir cualquier sociedad, en cualquier dirección, sobre la premisa que sea, es indispensable primero haber construido un pacto esencial, el que permite a los ciudadanos comprender que nada es posible si no se aceptan como buenas unas determinadas reglas de convivencia. Esas reglas no son otra cosa que la ley. ¿Qué ley? Aquella que el pueblo organizado se da a sí mismo a través de quienes lo representan. La premisa de oro de esa regla es que todos quienes la han promovido, aprobado y en consecuencia aceptado, están dispuestos a acatarla.
No sólo eso, también aquellos que siendo minoría no la comparten o incluso la rechazaron en su momento, dadas las condiciones previamente acordadas, también están dispuestos a acatarla. Para que eso ocurra tiene que haber algo fundamental, una conciencia trabajada en el tiempo, mediante la educación, mediante la práctica diaria, mediante el ejemplo, mediante el mecanismo de prueba y error, y mediante la experiencia de sus resultados.
Hoy comprobamos que Bolivia nunca construyó realmente una idea universal y creíble de la ley. Los pocos esfuerzos realizados en el tiempo pecaron de una mirada elitista primero y voluntarista después. El esfuerzo por construir y fortalecer instituciones fue tardío y se desmoronó ante la avalancha del espejismo de la democracia de las calles.
La mayor ironía es hoy que quienes llegaron al poder desde las calles, encumbrados en buena medida por su olímpica negación de un orden, forjados en las marchas, en los bloqueos, en la dictadura brutal de los activistas sobre el común de los ciudadanos, no sólo no fueron capaces de construir un nuevo y profundo orden “revolucionario”, sino que son amenazados por el mismo circuito de sinrazón, violencia y desprecio, no por un orden determinado, sino por cualquier tipo de orden.
El ejemplo, la educación, la práctica y los resultados obtenidos, han ido exactamente en la dirección contraria a la de cualquier sociedad organizada con un mínimo de racionalidad. La actitud soberbia de pisotear la ley, la que esos mismos “movimientos” vitorearon en su día, se campea todos los días. Lo que vivimos en una determinada coyuntura temporal nos puede llevar al error. La explosión de protestas callejeras, más allá de las razones que las motivan, no es una excepción, es parte de una terrible regla a veces soterrada a veces terrible, pero siempre cortada por el mismo patrón. La ley no se cumple, se negocia, el pacto social ni existe ni existió, fue simplemente un sainete. Peor que eso, se desmorona también la idea de la legitimidad de quienes gobiernan. No hay legitimidad refrendada por el voto que resista este desorden crónico, esta patología que confirma la profunda anomia de la sociedad boliviana, una situación que amenaza con convertirse en un verdadero freno para concebir un futuro, no este futuro propuesto desde el poder circunstancial, sino cualquier futuro.
No cabe seguir en el engaño. La enfermedad del país es profunda y muy grave. No se cura con declaraciones retóricas ni con una mecánica democrática que sólo araña la superficie. La pesadilla del desorden como parte de nuestra vida es una realidad.
O plantamos democracia en las mentes de nuestros hijos, o simplemente tendremos que aceptar este delirio ciego de un camino a ninguna parte.
El autor es expresidente de la República