Edwin Tapia se ocupa de un tema lacerante.
El caos en el tráfico y el exceso de celulares en Cochabamba
Hay fenómenos tan vastos y contundentes que no pueden ser resultado sólo de la voluntad de alguna persona o grupo egoísta o perverso, sino de ciertas conductas colectivas ciegas y descontroladas. Uno de esos acontecimientos es la avalancha de vehículos y celulares. En ámbito del radio urbano cochabambino, la relación de la cantidad de vehículos con la población es igual que en las ciudades más ricas del mundo, y en lo que respecta a celulares el desequilibrio es el mismo. Podemos decir que hay un automotor para cada seis personas y un celular para cada tres. Si esto sucediera en Nueva York, París, Londres, Moscú o Tokio, quizá sería parte del sistema establecido en cada uno de esos lugares, pero aquí donde el ingreso por habitante no pasa de un mil dólares al año y más del 60% de la población es pobre y el 30% extremadamente pobre, ese fenómeno no sólo es inexplicable, sino destructivo.
La pregunta que se formulan los estudiosos de los fenómenos sociales, se refiere a la causa de tales deformaciones. ¿Lo que sucede actualmente en el mundo y con características más negativas en los países pobres y dependientes, es consecuencia de algún plan deliberadamente establecido por alguna fuerza exclusiva y excluyente? ¿O es parte de la naturaleza humana? Yo creo que fue y es un error básico pensar que el capitalismo es la creación deliberada de algún grupo o clase, ese error ha sido la causa de muchos hechos de distinta dimensión que han costado no sólo ingentes recursos, sino millones de vidas humanas. El capitalismo es una etapa de la historia, más allá de las voluntades segmentarias.
La inteligencia permite a la gente definir aspectos importantes de su destino. Los pueblos pueden elegir el modelo político y económico que adoptarán, también pueden poner en práctica algunas medidas para evitar que las diferencias se profundicen y se tornen violentas. Pero, lo que hasta ahora no han podido modificar, es la causa de su naturaleza competitiva. Hay intentos éticos extraordinarios para suprimir las diferencias y establecer relaciones armónicas y equilibradas entre los pueblos y entre las personas. Lamentablemente, tales intentos no han pasado de ser sólo eso, es decir, buenos deseos. En la práctica, incluyendo la experiencia de la URSS, la individualidad de las personas no logra establecer una relación, entre iguales, con sus semejantes. En última instancia, cada individuo, en la hora decisiva, opta por sus propias necesidades y quizá también por sus propias aspiraciones. Ése es el momento en el que la naturaleza humana, determinada por la finitud de la vida, cumple su función más allá de la cultura o de los enunciados éticos. El hombre todavía no puede superar el nivel de sus proyecciones biológicas, de su instinto de conservación. Todos nos aferramos a la vida, en esa lucha o proyección, la relación con nuestros semejantes tiene sentido sólo en la medida en que sirve para ese fin primigenio.
Desde el principio, la gente adquiere y acumula lo que necesita para satisfacer sus necesidades. En la proyección de esa suprema obligación de existir, todos hacen lo mismo con el límite sólo de sus propias capacidades. Es difícil establecer un orden o un sistema en el que cada uno reciba conforme a sus necesidades y entregue de acuerdo con su capacidad de producir. Siempre habrá alguien que necesite cosas diferentes o en mayor cantidad que los demás, ésta es la causa de las desigualdades que pueden ser más o menos profundas de acuerdo con las condiciones imperantes. En ese afán, mucho de lo que acumula la gente resulta no sólo inútil, sino destructivo. Hay cosas que las personas amontonan sin tomar en cuenta lo esencial de sus propias necesidades. Como ya hemos dicho, las condiciones del tiempo y del lugar en que se vive pueden agrandar, achicar o equilibrar estas tendencias humanas. Es posible moliferar esas desigualdades y asimetrías, pero hasta ahora suprimirlas queda sólo en la proyección del deseo o del postulado ideológico.
Volviendo al tema planteado, inicialmente, la cantidad de automóviles que hay en nuestra ciudad es consecuencia de esa conducta humana. La gente compra automotores, en unos casos, para tener la satisfacción de poseer un aparato de ese nivel tecnológico y, en el otro extremo, como una herramienta de trabajo. A simple vista, ambos propósitos son legítimos, pero falta ver cuán útiles son para los protagonistas y para los demás. En Bolivia, la cantidad de vehículos de servicio público revela un descontrol casi total, con seguridad sus poseedores ni siquiera logran un rendimiento razonable de su inversión. En su balance no toman en cuenta el desgaste, la obsolescencia y el propio trabajo del conductor propietario, sumando esos ítemes es evidente que al final estos inversionistas acaban trabajando gratis y consumiendo poco a poco su ahorro. No hay quién oriente a las personas que tienen cinco o diez mil dólares para una inversión más productiva. En otros países, entidades públicas o privadas inteligentes y con sensibilidad social, ofrecen alternativas medias y pequeñas de inversión. En Cochabamba, hay sectores promisorios como la industrialización de productos agropecuarios, la fabricación de muebles y de ropa, la construcción de viviendas inteligentes y baratas y la producción de medicamentos.
El ahorro interno que hemos transferido a los países ricos con la compra de celulares y automotores descontroladamente, supera los cinco mil millones de dólares, suma con la que podía haberse realizado obras importantes para acelerar el desarrollo y vencer los límites tan bajos de pobreza y atraso. A esta altura lo que está sucediendo preocupa a pocos analistas, los demás creen que es un progreso admirable y digno de ser sostenido. En lo relativo a los vehículos particulares, con seguridad la capacidad instalada ociosa, es mayor al 70%. Hay automóviles que sirven sólo para trasladar a una persona, cuando su capacidad es para cinco o seis. El congestionamiento es terrible; en ciertas horas la ciudad está paralizada con el incremento irracional del costo en dinero, tiempo y esfuerzo. En países más avanzados, esas deformaciones se resuelven con servicios públicos puntuales, limpios y seguros. Lo que falta es una conducta colectiva inteligente.
El capitalismo que no es una creación caprichosa, sino una etapa de la historia, puede servir para avanzar, pero también para retroceder y destruir, depende del comportamiento de gobernantes y gobernados.