Hay realidades que no se cambian por decreto. La belleza y los gustos no obedecen a nadie. La ciencia no está sujeta a la decisión de reyes ni de dictadores. La economía tiene su dinámica y sus propias leyes internas que no piden permiso.
Nuestros gobernantes se creen con poder para decidir la economía a punta de decretos, pero ni con todos sus tribunales pueden darle la forma que quieren ¿Un ejemplo? Hace cerca de una docena de años, el presidente ordena cada 1 de mayo el incremento del salario de los trabajadores. Como nuestra economía no permite que la gente viva dignamente, no se le ocurre mejor solución que decretar un salario mayor ¿Resultado? Cuando, gracias a los sucesivos aumentos salariales, los sueldos llegaron a duplicarse, el pan ya estaba 3 veces más caro. Con el nuevo salario, el trabajador compra menos, porque los decretos han provocado inflación año tras año. Además, el desajuste de la economía de los que no reciben salario, que son los más, provocó paralelamente otro proceso empobrecedor. Por otra parte, con el incremento paulatino del costo de vida pasamos de ser exportadores a importar, lo que debilita progresivamente la economía boliviana.
Evidentemente, se puede cambiar una economía, pero no se lo logra cambiando directamente los complejos resultados. Hay que influir en las condiciones que sí dependen de nosotros. Nuestros gobernantes nunca intentaron mejorar la productividad. No hicieron nada por dar formación técnica a los trabajadores. No posibilitaron el acceso de la producción al mercado. No acercaron el crédito a la realidad productiva, ni ayudaron a acortar la cadena de intermediarios. No dieron normas que hicieran más atractivos los emprendimientos, ni incentivaron la creatividad. No fueron capaces de hacer posible las exportaciones. Solo se les ocurre cambiar por decreto el resultado final ¿Para qué? Querían riqueza, pero crearon más pobreza.
Deslumbrados con el inagotable chorro de dinero de la exportación de gas, se sintieron los magos todopoderosos del dinero. Quisieron construir una economía imaginaria, con índices sociológicos dorados y con mágicas leyes laborales y salariales. Los precios de los hidrocarburos y los ingresos escondidos de la cocaína lo soportaban todo. Pero en la parte oscura de la realidad aparecen fantasmas terribles.
Ya no tenemos papa, nuestro tesoro ancestral. Debemos comprarla a Perú. El maíz de nuestros antepasados lo compramos a la Argentina. Ni la madera de nuestros bosques es riqueza nuestra. La importamos de todas partes. Hemos llegado al drama extremo de encontrar niños muriendo de hambre, como nunca había muerto nuestra gente. Es que la economía no es el dinero, que sí tenemos. Es el manejo inteligente del dinero.
La ignorancia es atrevida. Pero más atrevidas que la ignorancia son la ambición y la soberbia. El paternalismo es castrante, debilita y crea dependencia. Y el populismo es paternalista. Los gobiernos aparecen como bondadosos benefactores, pero hacen saltar una serie de disparadores de la crisis económica. Para enamorar a los sindicatos, prohíben absolutamente los despidos. Conmueve a los trabajadores el apoyo oficial, pero el resultado es que aumenta el paro. Peor que ese hipócrita intento de ganarse a la población con dulces engañosos es la compra del voto, del silencio y de la sumisión. La compra de la Central Obrera, con concesiones o con cargos, además de dañar la economía, debilita a la misma organización social y deja indefensos a los trabajadores.
Deslumbrados con el inagotable chorro de dinero de la exportación de gas, se sintieron los magos todopoderosos del dinero. Quisieron construir una economía imaginaria, con índices sociológicos dorados y con mágicas leyes laborales y salariales. Los precios de los hidrocarburos y los ingresos escondidos de la cocaína lo soportaban todo. Pero en la parte oscura de la realidad aparecen fantasmas terribles.
Ya no tenemos papa, nuestro tesoro ancestral. Debemos comprarla a Perú. El maíz de nuestros antepasados lo compramos a la Argentina. Ni la madera de nuestros bosques es riqueza nuestra. La importamos de todas partes. Hemos llegado al drama extremo de encontrar niños muriendo de hambre, como nunca había muerto nuestra gente. Es que la economía no es el dinero, que sí tenemos. Es el manejo inteligente del dinero.
La ignorancia es atrevida. Pero más atrevidas que la ignorancia son la ambición y la soberbia. El paternalismo es castrante, debilita y crea dependencia. Y el populismo es paternalista. Los gobiernos aparecen como bondadosos benefactores, pero hacen saltar una serie de disparadores de la crisis económica. Para enamorar a los sindicatos, prohíben absolutamente los despidos. Conmueve a los trabajadores el apoyo oficial, pero el resultado es que aumenta el paro. Peor que ese hipócrita intento de ganarse a la población con dulces engañosos es la compra del voto, del silencio y de la sumisión. La compra de la Central Obrera, con concesiones o con cargos, además de dañar la economía, debilita a la misma organización social y deja indefensos a los trabajadores.
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