Es sabido que, tras la pretensión de desnaturalizar el matrimonio incorporando la unión homosexual a él, vendrá el intento de legalizar la adopción de menores por los "contrayentes", como los llama alguno de los proyectos de ley. Y este intento de remedo de matrimonio y de supuesta vocación adoptiva vale tanto para la unión homosexual, que algunos proponen como un nuevo instituto, como para la pretendida y equivocada asimilación al matrimonio.
En cualquiera de los casos, los "contrayentes" aspiran a adoptar niños y criarlos. El tema ha despertado fuertes polémicas.
No es para menos. Estudios norteamericanos a cargo de expertos en ciencias del comportamiento de la Universidad de Carolina del Sur llegaron a la conclusión de que los menores que viven y son criados por parejas homosexuales han padecido fuertes emociones, como miedo, inseguridad, ansiedad, aprehensión, vergüenza y enojo al tratar de esconder o negar la homosexualidad de los "padres, molestarse por recibir sobrenombres dolorosos y alteración de sus amistades".
Afirman también que ya existen conclusiones científicas sobre la mayor probabilidad de que los niños en cuestión desarrollen una tendencia a la homosexualidad, teniendo en cuenta que los niños tienden a imitar y copiar los roles de vida de sus padres. Testimonios recientes exponen la resistencia de padres biológicos a que sus hijos sean formados en la idea de que el "matrimonio" homosexual es igual al matrimonio heterosexual.
Siempre hemos pensado que la recta formación psicológica y afectivo-sexual de un niño requiere la acción conjunta de elementos referenciales femeninos y masculinos; que la influencia determinante de una pareja heterosexual produce un impacto positivo en el imaginario infantil y adolescente y aporta un valioso modelo de ejemplaridad sobre todos los miembros de la familia.
La idea de que los niños son "cobayos" con los cuales se puede justificar cualquier experiencia es, sin duda, violatoria de nuestras leyes y de la Convención de los Derechos del Niño. Lo que esta pretensión adoptiva olvida es que se está violando el verdadero fin y objeto del instituto de la adopción, que es el interés del menor por adoptar, y que además, como se ha dicho, se lo está privando de la riqueza de la diversidad sexual en su crianza y educación. Este daño es imposible de medir, pero de una evidencia incontrastable.
Los argumentos pseudoprogresistas, de que ello importa una discriminación o un prejuicio ideológico o religioso, no resisten el análisis del sentido común. El niño es el centro de la adopción, no los padres, y nadie discute que, con la posibilidad de elegir, el niño o quien lo represente (el Estado, por caso) no debe elegir un hogar homosexual, pudiendo elegir una pareja heterosexual.
El niño se merece una familia, y recientemente hemos señalado desde estas columnas el escándalo de que hay 6000 familias heterosexuales, en espera para adoptar, y no pueden hacerlo por trabas burocráticas e ideológicas.
Lo que aquí señalamos no va en desmedro, por supuesto, de la dignidad esencial de todas las personas en relación con la libre elección de su orientación sexual y del modo de canalizarla.
Pretendemos señalar que, simplemente, cuando se trata de convalidar una adopción legal, nada puede importar más que el supremo interés de ese niño o niña a ser adoptado. Y es sólo desde esa preocupación por el niño que la cuestión debe ser analizada, ya que de ningún modo está demostrado que la vida con padres homosexuales vaya a resultar inocua para su formación.
Los legisladores debieran centrar su atención en la niñez argentina, no en los deseos de mayores de edad que han elegido libremente una unión homosexual ni mucho menos atenerse a conveniencias políticas, desvaríos ideológicos o pseudoargumentos de supuestas discriminaciones, a todas luces inexistentes.
De aprobarse por ley el casamiento homosexual, al no presentar problemas para determinar la filiación por considerarse imposible la reproducción entre personas del mismo sexo, podría habilitarse ese tipo de uniones para más de dos personas.
Por disparatada que parezca esta idea, sugerida en una carta de lectores publicada en este diario, no es inválida. Aquellos que no pueden casarse, en ese caso, podrían sentirse discriminados.
La única forma de que no haya discriminación sería que el casamiento homosexual permita la unión de dos o más contrayentes. De ser así, por la teoría del absurdo, el casamiento heterosexual debería seguir la misma senda, sin un número limitado de contrayentes.