Según voy leyendo, en Palacio Quemado están que arden ante la popularidad efervescente del expresidente Carlos Mesa, vocero de la causa marítima que, emulando la gesta del mártir Eduardo Abaroa, se batió solo contra los legendariamente pérfidos chilenos en un plató de televisión. Como el buen hombre salió airoso de la encerrona -hay quienes sugieren que parecía el niño Jesús asombrando con su sabiduría a los doctores del Templo- a la que le sometieron periodistas bien entrenados de la televisión oficial de Chile, por su brillante y dignísima actuación se cree que ha provocado un auténtico terremoto mediático en territorio enemigo por las lecciones de historia y moral que propinó en horario estelar a millones de chilenos que, al parecer, recién empiezan a abrir los ojos luego de un siglo de ser convenientemente engañados por su gobierno.
Según las crónicas de este lado de los Andes, en el país vecino cunde el pesimismo y se rasgan las vestiduras por la segunda goleada -luego de sufrir la primera en la corte de La Haya- que el nuevo héroe del mar les machacó en la cara, al extremo de pedir explicaciones a sus autoridades por semejante chambonada en vivo. Su secular prepotencia, no les permitió reconocer a primera vista que estaban ante un selecto historiador de talla 1,85 muy bien curtido en décadas de ejercicio periodístico y debate televisivo, y no ante un enano intelectual al que pretendían comérselo como marisco crudo. La exhibición del “Swedenborg altiplánico”, como lo llamó irónicamente años atrás un columnista por su impronta de solemne todólogo, provocó extensos lagrimones de cine palomitero en las redes sociales de nuestro reverberado país, que en pocas horas se llenaron de mensajes y memes de orgullo patrio que no se recordaba desde los lejanos tiempos del Mundial del 94.
Al día siguiente de esa noche apoteósica, llovieron los elogios y homenajes de toda la intelectualidad, desde los apoltronados en casa hasta allende los mares, y seguro que más de uno descorchó el vino guardado en la alacena por generaciones. No era para menos otro día histórico de los incontables que atesoramos como los yanquis guardan sus barriles de petróleo bajo tierra. Había que dejar constancia y afinar el plumero. Corrieron ríos de tinta, -qué digo, ¡mares!- en los diversos diarios nacionales sobre la hazaña de nuestro enviado todoterreno, y que por el tufillo no se diferenciaban mucho de la fanaticada de Facebook. ¡Ay!, el triunfalismo se había contagiado hasta los periodistas más serios y refunfuñones. Todo el mundo cabalgaba sobre la cresta de la ola, como ilusionados surfistas de un mar fantasmagórico.
Los sacrificados trabajos de Hércules quedaron chicos en comparación con la epopeya de nuestro portavoz marítimo, pues sus “dotes de bonhomía” y “acendrado patriotismo” en la referida entrevista reforzaron aun más la “autoestima y orgullo” de los bolivianos que se habían “acrecentado” como la espuma tras conocer el fallo de la corte holandesa. Llamadme hereje o tal, pero a mí -parafraseando a Javier Marías-, el éxito de otros no me toca ni me infla la vena en lo mas mínimo, ni aunque digan que es por el bien del país. ¿Desde cuándo, aparentes logros colectivos deberían automáticamente elevar o influir en mi autoestima, cuando ésta es más bien cuestión de cada uno? Que venga un psicólogo u otro bicho neurótico a explicármelo. Así pues, de lisonja en lisonja iban nuestros acrisolados atletas de la pluma, a cada cual más orgullosos del “pentatlonista” Mesa, como lo definió un exatleta olímpico y siempre mesurado cronista, a quien la marea exitista parece haberle salpicado como para despacharse singulares analogías deportivas que supuestamente el cerebral Mesa supo “combinar hasta el paroxismo”, para tapar la boca a sus interlocutores y sus venenosas preguntas.
Donde no hubo celebración mayúscula, ni mucho menos destaparon un JW etiqueta azul para brindar a la salud del emisario, fue en palacio de Gobierno: tanto Evo Morales como el vicepresidente se mantuvieron callados contra todo pronóstico, luego de festejar días antes a todo bombo y coloridos desfiles por el veredicto inicial de La Haya. El silencio casi sepulcral que reinaba en los salones y alrededores daba cuenta de que su estrategia de casar la demanda marítima al liderazgo del caudillo se había desinflado ante el protagonismo del equipo jurídico y diplomático, pero sobre todo después de la “excelsa, soberbia y rotunda” intervención de Carlos Mesa en Chile que lo catapultó al estrellato. Y eso en los aposentos plurinacionales no gustó para nada, con toda seguridad.
El pensador más chic de la nación ya se perfilaba como firme candidato para el Cóndor de los Andes, suposición bastante lógica para premiar sus invaluables contribuciones y sesudas disquisiones. Si el Papa y el presidente austriaco habían sido condecorados por solamente pasear sus figuras, Mesa se lo merecería urgentemente por su paliza dialéctica a los chilenos. Pero hete aquí que nuestro luminoso personaje cometió el peor de los pecados posibles: en un rapto de dignidad, vocación democrática, o qué sé yo, declaró a la prensa que no era partidario de la reelección indefinida del presidente Morales. A las pocas horas le cayó la sentencia condenatoria a través de la ministra de Comunicación, quien en conferencia de prensa desde palacio le dejó claro el recado de que los que se oponían a la reelección eran “los antipatriotas, los privatizadores, los neoliberales”, y en la otra ribera estaban ellos “los patriotas, los que trabajaban por el bien común”. Así le pagaban al mandarín intelectual por haber alquilado sus servicios –a título de patriotismo e interés nacional- al régimen más corrupto y despilfarrador de la historia. Ahora mismo peligra su puesto de asesor de lujo, según dio a entender el presidente del Senado que, para mayor paradoja, fue empleado suyo en su antiguo canal de televisión y actualmente, desde su pedestal, con toda arrogancia le recordó ante los micrófonos: “él ya sabe qué hacer”. El tiempo dirá.