Hablemos del ají. De nuestro ají, sabroso, fogoso, boliviano de nacimiento, corazón y médula. Ya es hora de que el ají deje de ser un hijo no reconocido de nuestras tierras, sin nombre ni apellido. México, por ejemplo, es famoso por su gama de “chiles”, todos con nombre e identidad: poblanos, jalapeños, piquines, serranos, de árbol, habaneros, chiltepes, chipotles y otros. Los mexicanos son los únicos que son famosos por el uso de ají. La comida tailandesa es conocida por sus picantes combinaciones con coco y pescado y la cocina de la India viene en variedades que van de picantes a agresivamente picantes a casi incendiarias.
Es decir que ají –con cientos de nombres diferentes– hay en todo el mundo. Pero el hogar del ají está aquí, en Bolivia, y específicamente en un pequeño triángulo entre Cochabamba y Chuquisaca. Aquí, en unos valles ocultos y protegidos, nació hace miles y miles de años el primer ají del mundo: la ulupica. Y no lo digo yo, ni lo dice ningún publicista imaginativo de la ulupica, sino que lo afirman –con pruebas científicas– algunos muy distinguidos etnobotánicos, quienes han encontrado en Bolivia las plantas de genes más antiguos del mundo. Ellos han comprobado que el ají es nuestro, y que desde nuestros rincones vallunos se expandió por nuestro continente y luego por el planeta.
Y como corresponde a su cuna, el ají es parte de nuestro paladar, de nuestra tradición y hasta de nuestra alma. Los bolivianos no ponemos ají a las comidas, como sucede en otros países. Al contrario, los bolivianos, empapados de la mística del picante ubicuo, ponemos comida al ají. Primero está el ají, y luego se añade lo que hubiera a la mano: ají de patas, ají de gallina, ají de fideo, ají de lengua, ají de papalisa, ají de loquesea. Y loquesea funciona, porque con ají fresco, o retostado hasta volverse aromático e incitante, la comida más sosa se transforma, se hace interesante.
Nos gusta lo picante en la comida y en la vida. Nos gusta avivar cada plato con llajua fresca, y cada día con el picante de la picardía. Y el ají es sensual. Sí señor. Es bueno hasta para los males de amor. Las palabras con las cuales describimos sus cualidades son evidencia de ello: es “picante”, “fogoso” o “incitante”. El ají es hermoso (basta mirar un perfecto y encarnado locoto) y generoso; va con todo y lo mejora.
Considerando aquello, ¿por qué los bolivianos no hemos bautizado a nuestros hermosos ajíes? Los llamamos, de forma poco imaginativa, por simple color: “ají verde”, “ají amarillo”, “ají colorado”. Y aunque amemos apasionadamente nuestra llajua picante con ulupicas o locotos, no nos hemos preocupado de que el mundo la conozca (como ya conoce el ¨pico de gallo”), que sepan que estos ajíes del corazón del continente son más sabrosos, más aromáticos y más diversos.
¿Por qué no somos embajadores del ají de Mizque, de Tarata, de Huacareta, Padilla o Mapiri? ¿Por qué no creamos la “marca de fábrica” boliviana? Si luchamos por ser reconocidos como dueños del charango o de la diablada, cuyos orígenes son complicadamente criollos, ¿qué tal si publicitamos el ají, que sí definitiva y antiquísimamente es “Made in Bolivia”?
Un distinguido científico, el catedrático norteamericano Dr. W.H. Eshbaugh, ha dicho en varios trabajos y conferencias en el exterior, que el ají boliviano, especialmente el seco (colorado o amarillo) tiene sabor especialmente agradable e intenso, y que podrían convertirse en variedades altamente cotizadas en el mundo por sus cualidades especialmente aromáticas. Ya hay quienes cultivan ají para exportación, de forma todavía experimental, pero con éxito inicial. Merecen promoción, aliento y reconocimiento. Y el ají merece ser conocido no como una variedad de “chile” o de “pepper”, sino como sí mismo, como una forma especialmente boliviana de ponerle gusto y emoción a la cocina y la vida.
La autora es periodista
La autora es periodista