“La llamada ´revolución democrática cultural` podría ser caracterizada como socialmente progresista, económicamente conservadora y políticamente regresiva” , extraída del Editorial de Nueva Crónica (Nº 122), esta aseveración breve como una pincelada parece definir adecuadamente el septenio del régimen del “cambio” liderado por Evo Morales.
¿Por qué socialmente progresista? Anotemos en esta casilla la inclusión, la participación y el empoderamiento de sectores antes marginados por un lado al que se suma el horizonte igualitario anti discriminador de su enfoque de un vasto catálogo de derechos de primera y última generación. Se trata de orientaciones que coinciden con un momento económico extraordinario, en cuyo marco se dinamizan procesos de ascenso y movilidad social bajo un interesante manto que invita a la convivencia intercultural de la Bolivia diversa. Se trata de un cambio social que excede la voluntad gubernamental, desplegado y madurado en 30 años de democracia y que le pertenece al conjunto de la sociedad boliviana.
El proceso es económicamente conservador porque no aprovechó ni aprovecha el buen momento para apostar por una verdadera revolución productiva que cambie de manera cierta y sostenible nuestro “chip” extractivista. Conservador porque persiste la seducción estatista muy al estilo de las políticas de fomento y de desarrollo del pasado siglo ya superadas en bastantes campos. Aunque los marxistas radicales lo acusan de traición, el Gobierno apostó por “nacionalizaciones light” y algunas espectaculares, sorpresivas e improvisadas expropiaciones al calor del cálculo político-electoral. Como lo conservador no necesariamente es detestable, la prudencia en el manejo macroeconómico está fuera de duda sin haber trastocado las políticas que, en este campo, hubiesen impulsado los neoliberales de antaño. Curiosamente, aunque distantes de la Casa Blanca el gobierno se ufana de hacer buenos negocios con Wall Street, meca del mero capitalismo financiero.
El proceso revela sus desviaciones regresivas en el campo político. Los discursos preñados de intolerancia son pan de cada día, los hechos y los datos de la realidad no se quedan cortos, la judicialización de la política y casos como el de Joaquino y el exgobernador del Beni forman parte de una batería de eventos antidemocráticos que lastiman el principio de respeto al pluralismo de pensamiento. La amenaza vicepresidencial de que todo ciudadano que vote en contra de Evo confirmará su condición de mal boliviano, sumado al explícito reconocimiento de la necesidad de capturar el poder total bajo una imagen idealizada del Estado invencible, ¿acaso no huele a “azufre” totalitario del siglo XX?
El acomodar las leyes a la lógica hegemónica sin siquiera sonrojarse parece no tener límite. A estas alturas, el pronunciamiento del Tribunal Constitucional dando paso a la reelección presidencial no fatiga ni sorprende, lo preocupante es que la gente comience a aceptar irreflexivamente que un tercer mandato de Evo es una necesidad porque sin el líder providencial el país se extravía. Es más, el colocar a la voz de “sus” multitudes por encima de la Constitución es un signo regresivo que empaña el espíritu democrático de la misma sociedad. Personalmente, estoy contra los presidencialismos fundados en una cultura electiva de autócratas casi monárquicos. Si hace unos años celebre la metáfora de Jaime Paz al referirse al proceso de cambio como a la “edad del burro” inherente al desarrollo mismo de nuestra democracia, confieso que, siete años después de tanta vitalidad y perturbación adolescente, más parecen desvaríos, peligrosamente regresivos.
La autora es psicóloga, cientista política, exparlamentaria
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