Bolivia se denomina desde 2009 Estado Plurinacional. Independientemente del debate sobre la definición del término nación, la idea que prima es la de que el edificio del Estado nación que tuvo su pivote fundamental en 1952, ha sido sustituido por otro en el que los diferentes pueblos y culturas que habitan en Bolivia, constituyen una pluralidad que permite hablar de una nación conformada por varias y que la uniformidad (una nación, una lengua, una religión, una cultura) no es el único elemento cohesionante del país. Sin embargo, esa denominación llama a engaño, pues en su forma de organización, el artículo 11 de la Constitución establece inequívocamente que somos una República, ya que seguimos, entre otras características, reconociendo la existencia de órganos del Estado, independientes y coordinados entre sí, lo que marca una combinación entre nuestra tradición constitucional original y las inserciones de una visión renovada de la comprensión de lo nacional, a la que se suma una retórica más bien estridente todavía no aplicada en los hechos, que habla de una sociedad cuya democracia debe ser más participativa.
Esta nueva visión, sin embargo, no termina de crearse conceptualmente con ese cabo suelto que está representado por el 60 por ciento de la población que no se adscribe a ningún pueblo indígena y que no puede sino caracterizarse como mestiza-urbana, lo que más allá de la plurinacionalidad, demuestra la plena vigencia de una categoría que se ha intentado inútilmente superar o negar.
Refuerzan esa transformación conceptual las ideas de reconocimiento explícito de la ciudadanía colectiva como categoría equivalente a la ciudadanía individual, el capítulo específico destinado al reconocimiento de las naciones indígenas, el establecimiento de la justicia indígena con el mismo rango que la republicana (cuya aplicación real en los términos de la CPE no se ha producido aún, y si se produce generará serias tensiones en la trama social) y la especificidad de autodeterminación y autonomía real o potencial de los pueblos indígenas.
Esta transformación ha sido impulsada por la elección del primer presidente indígena, la presencia significativa de indígenas en la cabeza de los cuatro poderes del Estado y la acelerada movilidad social que se había iniciado ya con la recuperación democrática de los años ochenta. Aún está pendiente, sin embargo, desterrar definitivamente el sustrato profundamente racista de una sociedad que ha vivido durante siglos dominada por serios prejuicios raciales que tardaremos más de una generación en desterrar definitivamente.
El otro gran salto fue, propiciado desde las regiones y aceptado muy a regañadientes por el Gobierno de Morales, el de las autonomías. La conquista autonómica buscó completar el salto revolucionario que significó la Participación Popular en 1994. Las autonomías reconocidas por la Constitución, a pesar de ello, no se aplican a plenitud y siguen siendo un gran interrogante, no porque se cuestione su legitimidad y su proyección, sino porque aún no funcionan a plenitud y no está claro cómo se hará congruente la coordinación entre departamentos y Estado central, entre departamentos y autonomías regionales (como la que hay en Tarija), entre autonomías municipales e indígenas, y entre todas ellas y las tierras comunitarias de origen. Si viviéramos en un Estado en el que se aplicaran a plenitud las autonomías tal como las concibe la Constitución ¿cómo funcionaría el Estado en su conjunto y cómo mantendríamos coherencia económica, administrativa y de convivencia entre regiones? Son preguntas cuyas respuestas están aún pendientes.
Pero, sea cual fuere la respuesta a estos desafíos, y más allá de lo que podamos opinar sobre este nuevo escenario, ambas rutas recorridas parecen irreversibles. El debate sobre el futuro, como en el 52, no puede hacerse sobre la vigencia de estos pilares, sino sobre cómo aplicarlos con un mínimo de coherencia para no poner en riesgo la cohesión de la nación tal como ha sido concebida por la CPE de 2009. Ese es el éxito del Gobierno, a pesar o porque está anclado en una hegemonía de partido, un total centralismo de gestión, un espíritu no exento de autoritarismo y una concentración total de su legitimidad en una sola persona.
No vale la pena hacer mayores consideraciones sobre el modelo económico, o la tendencia política inmediata, porque la historia ha demostrado que en esos ámbitos no hay nada irreversible. Las condicionantes mundiales y los vientos del momento, transforman más rápidamente de lo que se supone las líneas de acción que parecían irreversibles. El 52 es otra vez un buen ejemplo de ello. Nacionalización y desnacionalizacion son elementos de un camino pendular que, a diferencia de las otras cuestiones logradas en ese momento, demuestran una volatilidad muy evidente.
Pero, lo que a todas luces no se ha movido un milímetro y es el gran aplazo de este proceso, es la conciencia ciudadana. Ni hay un nuevo pacto social, ni una nueva ética, ni un nuevo sentido de solidaridad colectiva, ni una visión de complementariedad, ni una búsqueda de una real armonía ser humano naturaleza, ni nada que se le parezca. Bolivia vive una vorágine de individualismo, de defensa de intereses sectoriales reñidos con los de la patria, de inversión de valores y de materialismo desmesurado, que pasa por alto cualquier imaginario transformador de nuestro comportamiento individual y colectivo.
Ese es el gran fracaso de nuestra sociedad hoy, el desprecio por la ley y el desprecio por el otro. En esa tarea es que debiéramos ocuparnos en el futuro inmediato. Tarea que no es exclusiva de la política, sino de la educación, en la que, sobra decirlo, estamos simplemente desnudos.
El autor fue presidente de la República
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