Como todas las rememoraciones de la Iglesia Católica –y de quienes se denominan cristianos— el símbolo de esta fecha, Viernes Santo, adquiere un carácter general porque expresa sentimientos, ansias, frustraciones y esperanzas que cotidianamente tenemos los seres humanos.
En este sentido, el Viernes Santo se recuerda una profunda tragedia: la crucifixión por parte de los poderes establecidos del Hijo de Dios, del enviado a salvar a la humanidad del pecado y el dolor. Es decir, esta rememoración nos interpela la capacidad que tenemos los seres humanos de infligirnos daño en aras de subordinar los intereses del bien común.
Lo que está pasando en el mundo en estos instantes es una muestra de ello. Sin desconocer sus respectivas dimensiones, la guerra en Siria, el incremento de la violencia fratricida en Venezuela, las amenazas de uso de armas atómicas en Corea, el incremento criminal y demencial del terrorismo, así como de líderes que se sienten imbuidos de algún designio especial, decididos a dominar a sus pueblos para usufructuar del poder al que llegaron precisamente enarbolando ofertas contrarias a lo que están terminando por hacer.
Si a esa serie de síntomas destructivos se une la incertidumbre que domina a la humanidad, junto a los escándalosos niveles de hambre, falta de educación y trabajo, asombra la incapacidad para encontrar soluciones, más aún si el desarrollo tecnológico al que hemos llegado abre grandes posibilidades de enfrentar aquellos síntomas.
Es sobre esta realidad que, más allá de identidades religiosas, los seres humanos debemos reflexionar, porque si no encontramos mecanismos que nos permitan abrir espacios de acuerdo y se mantiene la tendencia a aumentar las tensiones y fricciones, lo que se hará es crear las condiciones para nuestra autodestrucción.
En nuestro país también hay síntomas de descomposición creciente. La corrupción e impunidad que se generalizan, el autoritarismo que crece, la crisis económica que comienza a sentirse luego de varios años de bonanza, la desinstitucionalización del aparato estatal, no solo que comienzan a afectar a la ciudadanía, sino que lo hace en medio de un creciente y generalizado sentimiento de desconfianza hacia el sistema político que, lamentablemente, está tardando mucho en darse cuenta de esa situación y actuar en correspondencia.
Es de otra perspectiva, un día como hoy, Viernes Santo, debe servirnos para reflexionar sobre una otra realidad compleja: como consecuencia de muchos factores hay un peligroso abandono de valores y principios, sin que aún se tenga la capacidad de crear nuevos, a los que la gente pueda asirse. Así, y como desde varios espacios se ha advertido, el país muestra signos de anomia, situación que si se mantiene no nos permitirá enfrentar exitosos procesos de desarrollo integral.
Ante ese escenario de pesimismo, también debemos rescatar que los seres humanos tenemos capacidad para revisar nuestras acciones y, con esperanza, transformar una realidad que apremia en un espacio de creación solidaria de espacios de encuentro, en los que se aúnan voluntades en aras de buscar el bien común, porque así como, de acuerdo a la tradición cristiana, los seres humanos fuimos capaces de crucificar a Dios, también pudimos, vía rectificación, arrepentirnos.
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