La historia de Bolivia siempre fue sísmica, llena de fatalidades y también de lecciones de vida. Hace pocos días, recordamos aquella aciaga jornada del 17 de julio de 1980, donde la irracionalidad, segó la vida de hombres probos. De intelectuales, que podían haber dado mucho por nuestra patria. Fue una pesadilla que afectó a incontables hombres y mujeres, luchadores por la democracia, hoy olvidados y a quienes no se les reconoce para nada.
Esa historia triste y cáustica, nos ha cuestionado siempre. Nos ha dejado cicatrices y heridas abiertas que todavía no consiguen restañar. Ello se debe, a que algunos “políticos”, amplifican o hacen eco de voces agoreras, irracionales y amenazantes que, sin reflexionar y menos conocer una dramática página de nuestra historia, piden a gritos que se redite la misma. Ejemplo claro: el macabro y bárbaro colgamiento del presidente Gualberto Villarroel y sus principales colaboradores, ocurrido un día como ayer del año 1946 que fue urdido por la estulticia de la oligarquía y el superestado minero. Se cobraron con esos crímenes, el aval que dio Villarroel, al I Congreso Indigenista, presidido por Francisco Chipana Ramos. Ahora bien, quienes fuimos testigos presenciales de aquellos horrendos ajusticiamientos públicos, que mancharon una de las páginas de nuestra historia contemporánea, no podemos concebir que existan aún en Bolivia, mentalidades afiebradas, que desaprensiva y explícitamente, deseen que se repita ese vergonzoso episodio que dejó una marca de sangre indeleble en el pueblo boliviano.
Esos personajes que piensan que hacer política, es oponerse a ultranza a todo. Es ofender dignidades o aprovechar cualquier eventual y favorable circunstancia, para desacreditar y debilitar primero a quien está arriba, y propiciar después la caída del “enemigo”, no del adversario político. Esos hombres y mujeres, en un sentido semántico, son “politiqueros”. Pertenecen a una ”clase política”, que no discierne y menos lee la historia. A ellos les decimos desde esta columna: Por favor, lean el libro de Augusto Céspedes: “El Presidente colgado” (1971), para que sientan lo amargo y extremadamente trágico, que fue aquel 21 de julio, que no debe repetirse nunca más en nuestro país. Un libro que, sintetiza, en su desenlace, el destino tenebroso de un mandatario. Una felonía que desembocó en su trágico colgamiento en un farol, y cuyos autores intelectuales, fueron, no hombres, sino vampiros sedientos de sangre y de venganza.
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