En su hora más sombría tras cinco años en el gobierno de Bolivia, Evo Morales debería aceptar el reto planteado por la oposición sobre la posibilidad de realizar un "gran debate nacional" en el cual no haya exclusiones de ningún tipo.
La lucha contra la exclusión es un fenómeno del cual hizo su bandera el oficialista Movimiento al Socialismo (MAS). Curiosamente, con ella se ha validado en desmedro de sectores políticos que, con mayor predicamento en las llanuras de Santa Cruz de la Sierra que en las alturas de La Paz, se han visto desplazados desde 2006.
En este quinto aniversario de gobierno, con un escaso 36 por ciento de adhesión popular a raíz de las ideas y venidas del aumento del combustible, Morales cumplió el primer año de su segundo mandato, que concluirá en enero de 2015, con la renuncia colectiva de sus ministros, de los cuales mantuvo 17 de los 20. Ese acto formal, una forma de permitirle ajustar su gabinete, dejó en evidencia que era el momento para hacer un ajuste o un replanteo de la situación, conmovida desde comienzos de este año por saqueos y otros actos improcedentes como consecuencia de la carestía de vida.
Alentó ese tipo de actitudes hostiles el alza de los precios de los combustibles, conocido como "gasolinazo", del cual el gobierno después se retractó. Los titubeos tienen un alto costo en política: Morales fue elegido en 2006 con un 54 por ciento de los votos, resultó reelegido en 2009 con un 64 por ciento y, tras el draconiano aumento de los combustibles, cayó en picada a menos del 40 por ciento. Tras cinco días de zozobra, se vio forzado a anular la medida frente a un panorama desolador de protestas populares, escasez de alimentos y fuertes aumentos de precios.
En estos años, Morales ha impulsado reformas económicas y sociales y ha ampliado la participación democrática con la incorporación de sectores marginados como los indígenas en la vida institucional de Bolivia, pero, a su vez, su partido comenzó a interferir más en los poderes Legislativo y Judicial; las gobernaciones, y las alcaldías. En algunos casos, el exceso de poder llevó a concluir que se trata de una escalada autoritaria similar a la orquestada en Venezuela por su principal sostén regional, Hugo Chávez.
Es evidente que Morales no atraviesa el mejor momento de su presidencia. Le resultó muy duro admitir que Paraguay le otorgó protección al defenestrado gobernador del departamento de Tarija, Mario Cossío, acusado de evadir un juicio por presunta corrupción; había entregado un audio y un video como pruebas del complot que el MAS preparaba para derrocarlo. Brasil, por su parte, ha otorgado asilo a Luis Hernando Tapia Pachi, juez de Santa Cruz, y a otras dos personas. Los tres están vinculados con la investigación del polémico caso Rózsa, presunta conspiración para acabar con la vida de Morales.
En los últimos días, acaso como una forma de remontar el vuelo desde otro escenario, Morales comenzó a presionar a Chile para que este año resuelva su centenaria demanda de una salida soberana al océano Pacífico. El gobierno de Sebastián Piñera tomó la posta de las discusiones de sus antecesores y, en principio, sólo estaría dispuesto a concederle facilidades comerciales portuarias.
Ambos países sólo mantienen relaciones consulares. De fracasar el diálogo por la salida al Pacífico, Bolivia ha revelado su intención de llevar a Chile ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), de la Haya, donde la Argentina y Uruguay resolvieron su diferendo por las pasteras.
En este contexto, con frentes abiertos tanto en Bolivia como en el exterior, lo más prudente debería ser avenirse al debate que plantea la oposición sin reparar en la cantidad de votos o, incluso, en la representación parlamentaria.
En estos cinco años, Morales procuró avanzar con reivindicaciones largamente postergadas. Gobernó para la coyuntura. Bien haría ahora en hacerlo para la posteridad y, sobre todo, para la unidad frente a la posibilidad, siempre latente, de una secesión a causa de la exclusión.
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