Cuando una multitud enardecida mata del modo más brutal a cuatro policías que representan la ley y el orden nacionales, se ufanan de haberlo hecho, se niegan a devolver los cadáveres de las víctimas y culminan su acción declarando, a título de sus usos y costumbres, un territorio libre para actividades que la ley republicana tipifica como delitos, es tiempo de preguntarnos si el Estado boliviano, al contrario de lo que parece, está en un camino gravísimo de desmoronamiento o tiene todavía posibilidades de establecer una relación básica de vida civilizada entre bolivianos.
El problema planteado en las comunidades potosinas de laymes jucumanis, kharachas, pukaras, aymayas y otros ya no puede seguir disfrazándose más. Se trata de una decisión, la de ejercer con una lectura subjetiva y arbitraria el art. 2 de la Constitución que dice: “Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado que consiste en su derecho a la autonomía, al autogobierno (…) al reconocimiento de sus instituciones y la consolidación de sus entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley”.
¿Qué se entiende por ese ejercicio? ¿Hasta dónde llega? ¿Quién y cómo define la ley que regula un reconocimiento, que en el extremo es el derecho pleno a la autodeterminación? Por ejemplo, convertir esa entidad territorial conformada por ayllus en un espacio libre, sea para el ejercicio de una vida separada del resto del país, sea para la comisión de delitos, impidiendo en su territorio la presencia de representantes del Estado.
En los cuatro años y medio de gobierno de Morales, los linchamientos se han convertido en una horrorosa moneda corriente. Los argumentos de las comunidades donde se producen son que la justicia nunca detiene ni castiga a los delincuentes (presuntos o reales) y que los linchamientos son excesos que se salen de control. El del Gobierno es que se trata de hechos que nada tienen que ver con la justicia comunitaria. Lo objetivo es que ocurren cada vez con más frecuencia y nadie o casi nadie va preso ni es juzgado por tales actos de barbarie. En tanto, hasta hoy, nadie sabe exactamente qué, cómo, dónde y cuándo tendremos parámetros claros en lo que se refiere a la concepción, definición, jurisdicción y aplicación de la justicia comunitaria y cómo se vinculará ésta con la justicia republicana.
El riesgo es más que obvio, los hechos van por delante de las leyes, el posicionamiento del poder atrabiliario de algunas comunidades está demostrando que el Estado pierde soberanía sobre su propio territorio. Lo paradójico e irónico es que, mientras en una punta el Gobierno libra una batalla autoritaria contra los líderes legítimos de algunos departamentos, en la otra asiste pasivo o mira con buenos ojos esta fragmentación y quiebre de su propio poder.
La base de la existencia de un Estado es un pacto aceptado por todos con una ley marco, la Constitución, que por ninguna razón puede ser rebasada o negada. Se debe apoyar en una estructura organizativa, en este caso de autonomías, con reglas claras, en un marco jurídico coherente, equilibrado y justo para todos y debe contar con algo esencial, la potestad incuestionable del Estado de administrar de modo exclusivo el uso legítimo de la violencia y los mecanismos de recaudación nacional. Debería estar fuera de discusión que las Fuerzas Armadas, la Policía, Impuestos Nacionales y la Aduana puedan y deban circular libremente por todo el territorio nacional cumpliendo sus obligaciones específicas y garantizando la ley, la paz y el orden.
En el caso de los ayllus potosinos, ocurre que reconocidos líderes de actividades ilícitas, bajo el paraguas de la autonomía de las naciones indígenas, desconocen al Estado, lo desafían y lo vencen. Si este fuese un caso aislado, podríamos suponer que la negociación terminará por resolver el problema, pero --no nos engañemos-- no los es, es la punta de un iceberg que puede generar en poco tiempo una situación simplemente incontrolable.
Lo preocupante es que hay dentro del Gobierno muchos ideólogos y padres de esta Constitución, cuyas incoherencias comenzamos ya a sufrir en carne propia, que en lo íntimo celebran estos hechos y que fomentan estos arranques. “Dolores de parto necesarios de todo proceso revolucionario”, dicen. El monstruo creado acabará con ellos, pero cuando eso ocurra, puede ser tarde para todos.
Es una aberración pretender que quienes objetamos el diseño equivocado de este inviable pacto social, buscábamos la preservación del pasado. El pasado no volverá y el cambio con igualdad de oportunidades, inclusión, reconocimiento de nuestras diferencias, nuestras culturas en el marco de autonomías ordenadas y consistentes es necesario y se debe apuntalar. Otra cosa muy distinta es este desmoronamiento progresivo de un Estado que muestra cada vez con mayor claridad que es un gigante autoritario, confundido y con pies de barro.
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