El problema del agua ha sido eludido durante los últimos años. Y no por falta de información, sino por la pertinacia con que quienes gobiernan se niegan a mirar de frente la realidad.
Es indignante que las autoridades gubernamentales aleguen desconocimiento de la escasez de agua. En lo que toca a nuestra responsabilidad como un medio comprometido con su realidad, hace algo más de ocho meses, el 22 de marzo pasado, con motivo del Día Mundial del Agua, dedicamos este espacio editorial a reflexionar sobre la manera irresponsable como estaba siendo afrontado el peligro de que en nuestro país colapse el sistema de abastecimiento de agua potable en las principales ciudades de nuestro país.
“El lugar marginal que el agua ocupa en la agenda pública nacional y la indiferencia colectiva ante los problemas que ello ocasiona muestran lo lejos que estamos de darle al asunto su justa dimensión” decíamos en el epígrafe de la mencionada nota editorial y respaldamos nuestra afirmación con abundantes datos que si hace algunos meses parecían exagerados o alarmistas, hoy resultan confirmados por la cruda realidad.
“El tema tiene una dimensión planetaria pues no hay país en el mundo que de una u otra manera no afronte la necesidad de hacer algo al respecto. Pero Bolivia ocupa un lugar muy especial en ese contexto porque (…) las dos cuencas hidrográficas más importantes del continente nacen en nuestras cordilleras y con sus acuíferos subterráneos, lagos, lagunas y ríos, constituyen uno de los más complejos y frágiles sistemas hidrológicos. De su conservación depende el abastecimiento de agua para los 12 millones de habitantes de nuestro país”, decíamos.
“La preservación de tan complejo y frágil ecosistema es, por razones obvias, incompatible con muchas de las actividades económicas que son causa directa de la sistemática y cada vez más intensa y acelerada destrucción de la principal fuente de agua continental”. Nos referíamos a la minería intensiva, la deforestación para fines madereros o agrícolas y a las “megaobras” de ingeniería.
Tres meses después, el 8 de junio pasado, al referirnos a las primeras señales de emergencia por la escasez de agua, decíamos: “Son tantos los antecedentes del tema que no resulta novedoso el peligro que ahora se advierte. Lo nuevo es que según todas las previsiones, la brecha que separa la demanda de agua de la disponibilidad de ella nunca había sido tan grande como la que ya se avizora para el resto del año”. “Una pequeña muestra de la irresponsabilidad con que el problema ha sido y sigue siendo abordado —eludido, más bien— es que el presupuesto (que se le destina) es una insignificancia si se lo compara con la magnitud del desafío”, afirmábamos en esa ocasión.
Las noticias recientes, que contrastan con la manera como se distribuye el Presupuesto General del Estado presentado por el Órgano Ejecutivo para el próximo año es una palpable confirmación de lo lejos que estuvo y todavía está el Gobierno nacional de entender la verdadera magnitud del problema que se nos viene encima. Y no por falta de los elementos de juicio necesarios para hacerlo, sino por la pertinacia con que quienes tienen en sus manos la conducción de nuestro país se niegan a mirar de frente la realidad.
En efecto, si se observa con detenimiento lo que lo que el Órgano Ejecutivo propuso en su proyecto de presupuesto para el próximo año 2017, se podrá constar que estamos ante algo mucho más grave que la negligencia extrema. Es tan enorme la desproporción entre la magnitud del problema y la importancia que se le da, que calificarla como omisión criminal no es una exageración.
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