La gente se ha cansado, ha perdido la ilusión, se encuentra con un mar de miserias humanas traducido en miles de millones de dólares robados al Estado, es decir a sus propios bolsillos… Lo evidente es que Brasil paga las facturas que su sistema político y empresarial gastó sin pudor alguno durante tantos años.
Escuchando los “argumentos” de varios de los diputados brasileños que votaron en la sesión de impeachment de la Presidenta Rousseff, uno se preguntaba si estaba en un país democrático o en una teocracia. Las menciones a la protección de Dios, las afirmaciones de fe religiosa, las decisiones tomadas bajo su iluminada palabra se sucedían mezcladas con insólitas citas a los hijos, a las esposas, a los nietos. “Voto por el sí por mi pequeño nieto…”. El cuadro surrealista de la Cámara Baja en Brasilia mostró que no importa el tamaño, ni la influencia regional, ni la dimensión del Producto Interno Bruto. A la hora de la verdad las miserias humanas y las maniobras más obvias salen a la luz del mismo modo en naciones grandes que en naciones diminutas.
La muy probable destitución de la Presidenta se desarrolla en un contexto lleno de ambigüedades, de notas amargas, de manipulaciones y de un alto grado de desvergüenza política.
El expresidente Cardoso, favorable a la salida de Dilma, afirma que todo juicio político (eso es el impeachment) tiene dos componentes indisolubles entre sí, el jurídico y el político. El elemento político tiene en este caso una fuerza extraordinaria que explica la posibilidad del desenlace que está ya casi cantado.
La Presidenta y su partido, el Partido de los Trabajadores (PT) al que Lula llevó a las máximas cotas de popularidad y éxito, atraviesan una crisis dramática, su credibilidad se ha desplomado y la aprobación de la gobernante apenas roza el 10 por ciento. Las razones no son muy difíciles de adivinar, la economía brasileña atraviesa una de las recesiones más dramáticas de su historia reciente, el déficit crece desmesuradamente, el desempleo está en cotas altísimas, los salarios se han desvanecido en su poder adquisitivo y el costo de vida es cada vez más alto para los brasileños más desfavorecidos. Esta realidad ha traído como consecuencia la vuelta de miles de brasileños que habían salido de la pobreza nuevamente a esa condición.
A este escenario, atribuido a varios errores de gestión económica del Gobierno, se suma la evidencia de que el país entero está sumido en una corrupción desmesurada. La operación “Lava Jato” iniciada por la Policía Federal ha puesto en evidencia hechos de corrupción que involucran para empezar a Petrobras, la otrora niña mimada del Estado, y continúan con muchas megaempresas privadas y a sus cabezas de dirección. Las cifras marean por su tamaño y por la cantidad de involucrados, incluido como investigado el propio expresidente Lula.
Ese contexto parecería justificar la situación de Dilma Rousseff, si no fuera que casi el 40 por ciento de los diputados que votaron por su salida del poder están a su vez acusados de corrupción, si no fuera que quien presidía la sesión del impeachment, la cabeza de los diputados Eduardo Cunha, es tipificado como un gangster por varios líderes de opinión serios de Brasil y está, a su vez, investigado por corrupción.
Está claro que muy pocos pueden lanzar la primera piedra en este caso, pero está claro también que la capacidad de gobernabilidad de la mandataria se ha reducido casi a cero. Sus detractores recuerdan que Rousseff fue ministra de Energía, máxima directiva del Consejo de Dirección de Petrobras y Jefa de la Casa Civil de la Presidencia. ¿Pasó un Elefante delante suyo y no lo vio? Sus defensores afirman, por el contrario, que no hay una sola acusación contra ella que pueda poner en duda su honorabilidad y que la acusación vigente hoy está referida a un manejo cuestionable de las cuentas fiscales del presupuesto brasileño, lo que difícilmente puede tipificarse como un acto de corrupción.
La crisis brasileña es, como se puede ver, muy compleja pero pone sobre el tapete lecciones que no se pueden pasar por alto. Si bien es verdad que la corrupción ha salpicado a casi todos por igual, entre ellos al hoy principal partido de la oposición, el PMDB, el camaleónico partido que igual apoyó a la dictadura que a la izquierda (gracias a los votos que obtiene a pesar de todo), no es menos cierto que esa misma corrupción ha envuelto de modo dramático al PT, que cuando llegó al poder en 2003 hizo de la lucha contra la corrupción una de sus principales banderas. Bandera hecha jirones, principios desgastados, aburguesamiento y complacencia con el statu quo más que evidentes. Son ya 13 largos años de Gobierno, ocho de Lula y cinco de Dilma, que han triturado buena parte de ese discurso de esperanza que mejoró la vida de tantos brasileños sobre todo en la primera gestión de Lula.
La gente se ha cansado, ha perdido la ilusión, se encuentra con un mar de miserias humanas traducido en miles de millones de dólares robados al Estado, es decir, a sus propios bolsillos… Más allá de la ambigüedades, más allá del descaro de parlamentarios sin pudor y con una teatralidad circense, lo evidente es que Brasil paga las facturas que su sistema político y empresarial gastó sin pudor alguno durante tantos años.
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