Un análisis presentado en pasados días por la Fundación Jubileum se ha sumado a la ya muy larga lista de voces de alerta que se refieren a lo peligroso que puede ser depositar demasiadas expectativas económicas en las proyecciones hacia el futuro de la bonanza económica de la que nuestro país disfrutó durante los últimos 10 años.
Entre los riesgos identificados, se destaca el relativo a la tentación de confundir las apariencias con la realidad. Es el caso, por ejemplo, de la falta de correspondencia entre las manifestaciones más externas de cierta prosperidad y la terca persistencia, más allá de las apariencias, de los más dramáticos indicadores de pobreza.
Los fríos datos estadísticos son elocuentes al respecto. Reflejan que durante los últimos años no ha habido una disminución de la pobreza en el área rural, principalmente en el occidente del país, proporcional a la magnitud de los recursos disponibles como efecto del exponencial aumento de la renta hidrocarburífera y minera. Y aún peor sería la situación de las poblaciones indígenas más alejadas de los modernos centros de poder, a las que no les habría llegado más que de manera muy marginal alguna porción de la bonanza.
Además de esos datos relativos a la manera dispar como se distribuyó la renta petrolera, se debe añadir la fragilidad de las fuentes de las que provienen los recursos sobre los que se asienta cualquier esperanza de mejora en la calidad de vida de la población. Esas fuentes, que son principalmente las exportaciones de hidrocarburos y minerales, no son sostenibles en el tiempo, como lo han empezado a confirmar los precios de las materias primas en los mercados internacionales.
Los datos que confirman esa fragilidad son muchos. Se destaca entre ellos el que da cuenta de que habríamos llegado a un punto de inflexión a partir del que se revierte la tendencia hacia el incremento de la asignación presupuestaria, la que durante 15 años consecutivos se mantuvo en alza, pero que a raíz de la caída comenzó a descender afectando inicialmente a las zonas productoras.
Para contrarrestar la previsible disminución de los recursos disponibles provenientes de la exportaciones, el Gobierno nacional hace sus mejores esfuerzos para aumentar las recaudaciones tributarias, pero con resultados que están lejos de ser suficientes para tal fin. Así, por ejemplo, el año 2015 también se habría producido un descenso de un por ciento, lo que es interpretado como un síntoma más de lo difíciles que se vislumbran los próximos tiempos.
Estos datos fríos de la realidad indican que la época de bonanza económica ha llegado a su fin, por lo que no tiene ningún sentido que en las filas gubernamentales se insista en el afán de mantener expectativas infundadas. Lo que corresponde, por consiguiente, es afrontar con prudencia las nuevas circunstancias, para lo que son necesarios algunos ajustes en la política económica actual. El primero y más importante de todos, es dar fin con los gastos dispendiosos, las inversiones faraónicas y las megaobras de dudosa utilidad.
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