El escritor vivió parte de su infancia en Cochabamba y aprendió a leer en La Salle
“Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio La Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Con esas palabras comenzó Mario Vargas Llosa su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura en 2010.
Tales palabras hablan de la centralidad que en la vida del autor de “La casa verde” ha ocupado su infancia en Cochabamba, ciudad a la que arribó en 1937, cuando apenas tenía un año, y de donde retornó a Perú recién en 1945.
Tales palabras hablan de la centralidad que en la vida del autor de “La casa verde” ha ocupado su infancia en Cochabamba, ciudad a la que arribó en 1937, cuando apenas tenía un año, y de donde retornó a Perú recién en 1945.
La Salle 1945. nos gustaría identificar a algunos de ellos. hay varios sobrevivientes |
No fue la primera vez que el novelista aludió a su infancia en Cochabamba, a la que se ha referido en discursos, artículos y libros.
“Semilla de los sueños”, artículo que publicó en la revista Letras Libres de noviembre de 2010, aborda con detalle los años en que repartía sus horas entre la lectura de historietas, los juegos infantiles, el colegio y los preparativos para la primera comunión.
“La casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por lo menos en mis recuerdos de esa edad, inocente y feliz”, escribe en el inicio del artículo. “Lo que es para muchos un estereotipo –el paraíso de la infancia– fue para mí una realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y la nostalgia”.
La memoria del escritor es prodigiosa cuando le lleva a recordar cuáles eran sus principales pasatiempos en Cochabamba, además de la lectura. Escribe con una precisión capaz de retar a la del más consumado cochabambino.
“Las diversiones cochabambinas eran infinitas. Había los paseos a Cala Cala y a Tupuraya, donde la familia de la tía Gaby tenía una casita de campo, y las retretas de los domingos al mediodía, luego de la misa de once, en la Plaza, y las rojizas empanadas salteñas que ofrecía un restaurante de los portales”, puntualiza.
“El hermano Justiniano nos hacía cantar las letras”
Aprendí a leer cuando tenía cinco años –en 1941, pues–, en mi primer año de primaria del Colegio La Salle. Mis compañeros de clase tenían un año más que yo, pero mi mamá se empeñó en matricularme porque mis travesuras la volvían loca. Nuestro profesor era el hermano Justiniano, delgadito, angelical y con la cabeza blanca casi rapada. Nos hacía cantar las letras, uno por uno, y luego, cogidos de las manos, en rondas, deletrear, identificar las sílabas en cada palabra, reproducirlas y memorizarlas. De los coloreados silabarios con animalitos pasamos al librito de historia sagrada y por fin a las historietas, los poemas y los cuentos. Estoy seguro de que en esas Navidades de 1941 el Niño Dios depositó en mi cama una pila de libros de aventuras, de “Pinocho” a “Caperucita Roja”, del “Mago de Oz” a la “Cenicienta”, de “Blanca Nieves” a “Mandrake el Mago”.
Aunque los primeros días de clase lloré –mi mamá tenía que acompañarme hasta la puerta del aula de la mano–, pronto me acostumbré a La Salle, donde me llené de amigos. La abuelita y la Mamaé me engreían tanto (yo era el niño sin papá y eso hacía de mí el nieto y el sobrino más mimado de la familia) que alguna vez llegué a invitar a los veinte condiscípulos de mi clase –Cuéllar, Tejada, Román, Orozco, Ballivián, Gumucio, Zapata– a tomar té en la casa, para poder repetir en esos tres patios alguna película de masas. Y la abuela y la Mamaé preparaban café con leche y tostadas con mantequilla para todos.
Había diez cuadras exactas de la casa de Ladislao Cabrera hasta La Salle y creo que a partir del segundo de primaria mi mamá ya me permitió ir solo al colegio, aunque, por lo general, hacía el recorrido con algún compañero de la vecindad. Pasábamos bajo los portales de la plaza, donde estaba el estudio fotográfico del señor Zapata, padre de mi gran amigo Mario Zapata, compañerito de carpeta, periodista a quien veinte o treinta años después asesinarían en Cala Cala.
Aunque los primeros días de clase lloré –mi mamá tenía que acompañarme hasta la puerta del aula de la mano–, pronto me acostumbré a La Salle, donde me llené de amigos. La abuelita y la Mamaé me engreían tanto (yo era el niño sin papá y eso hacía de mí el nieto y el sobrino más mimado de la familia) que alguna vez llegué a invitar a los veinte condiscípulos de mi clase –Cuéllar, Tejada, Román, Orozco, Ballivián, Gumucio, Zapata– a tomar té en la casa, para poder repetir en esos tres patios alguna película de masas. Y la abuela y la Mamaé preparaban café con leche y tostadas con mantequilla para todos.
Había diez cuadras exactas de la casa de Ladislao Cabrera hasta La Salle y creo que a partir del segundo de primaria mi mamá ya me permitió ir solo al colegio, aunque, por lo general, hacía el recorrido con algún compañero de la vecindad. Pasábamos bajo los portales de la plaza, donde estaba el estudio fotográfico del señor Zapata, padre de mi gran amigo Mario Zapata, compañerito de carpeta, periodista a quien veinte o treinta años después asesinarían en Cala Cala.
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