Las revelaciones que poco a poco van saliendo sobre el escandaloso caso de los 54 cadetes irregularmente incorporados a la Academia Nacional de Policías (Anapol), supuestamente como una medida de “discriminación positiva” pero, en los hechos, como un simple caso de tráfico de influencias, poco a poco están dejando al descubierto los entretelones, los orígenes de la trama, a sus verdaderos autores intelectuales y protagonistas, dándole al caso una dimensión sorprendente. Y no porque haya sido difícil sospechar que era esa y no otra la verdadera magnitud del embrollo, sino porque fueron tantas y tan poderosas las influencias que se movieron para evitar que el caso sea esclarecido, que parecía más probable que una vez más se repitiera la ya larga historia de impunidad y olvido.
Sin embargo, fue tan evidente la desmesura de la arbitrariedad y tantos los resentimientos acumulados entre los más altos engranajes del poder político y policial, que de nada sirvieron, por lo menos hasta ahora, los intentos hechos para apañar a los verdaderos responsables dejando que toda la culpa y expiación caiga, como siempre, sobre los más débiles.
Por lo visto, las muchas injusticias de las que durante los últimos meses fueron víctimas policías de baja graduación, e incluso algunos jerarcas caídos en desgracia y reducidos a la condición de chivos expiatorios, han rebasado los límites de la tolerancia y el miedo. Es de esperar que esa no sea sólo una impresión pasajera y que esta vez las investigaciones prosigan su curso a pesar de todas las fuerzas que se han puesto en acción para impedir que así sea.
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