Cada vez es más difícil distinguir las bromas de mal gusto de los argumentos con los que las autoridades justifican las consecuencias de sus actos
Como si los daños que causan a la economía de la gente la escasez de cada vez más artículos de primera necesidad, la elevación de los precios y las molestias y los múltiples perjuicios que ocasiona hacer filas para obtenerlos no fueran suficientes para provocar la indignación de buena parte de la población, las autoridades gubernamentales se esmeran, sin razón aparente, en agregar otro motivo. Nos referimos a la insistencia con que se empeñan en burlarse de la inteligencia del pueblo al que dicen representar.
En efecto, estamos llegando a un punto en el que los argumentos con los que las autoridades gubernamentales pretenden explicar y justificar las consecuencias de sus actos, como el gasolinazo primero y el azucarazo después, dejan entrever que quienes los elaboran y los exponen parten de la suposición de que las personas a las que están dirigidos tienen una capacidad de entendimiento severamente disminuida.
Esa actitud es de por sí alarmante, y lo es aún más si se considera que no es atribuible sólo a la embriaguez que provocan las alturas del poder, sino a una concepción ideológica según la que la causa principal de los males de la sociedad es el sector privado de la economía, por lo que destruirlo, o por lo menos reducirlo a la mínima expresión posible, es la fórmula más idónea para alcanzar la justicia y el bienestar.
Según esa concepción, quien cultiva la tierra para producir alimentos, quien cría pollos en una granja, quien transporta esos productos, quien los comercializa al por mayor o en una tienda de barrio, en fin, todos aquellos que de una u otra manera participan en la cadena que une a los productores con los consumidores son seres maliciosos que al hacer lo que hacen sólo buscan enriquecerse a costa del hambre del pueblo. Es por consiguiente justo y necesario que cada vez más numerosos burócratas estatales intervengan “en defensa del consumidor”.
Tal razonamiento es, por donde se mire, equivocado y sus consecuencias tan previsibles como funestas: escasez, encarecimiento, especulación, agio, racionamiento y múltiples formas de corrupción que florecen a su alrededor. Así, la sociedad en su conjunto se empobrece: se empobrecen los productores, los comerciantes y los consumidores, pero no los funcionarios estatales que, como ya se puede ver a diario, no desperdician ocasión para obtener ganancias, ahora sí, a costa del hambre del pueblo y de la destrucción del aparato productivo.
El Estado cubano necesitó 52 años para comprender cuán absurda es esa manera de actuar y ahora hace enormes esfuerzos para recuperar las décadas perdidas y reconstruir el sector privado de su economía. No es pues comprensible ni aceptable que el Gobierno actual se empecine en aplicar tan desacreditadas fórmulas y mucho menos que lo haga con argumentos que además de ofender la inteligencia hacen que cada vez sea más difícil distinguir los límites que separan las bromas de mal gusto de la seriedad que merecen los asuntos que afligen a todo un país.
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