Menos adjetivos y más democracia
En política sería ingenuo sorprenderse por el nivel de virulencia de la batalla entre las partes enfrentadas ideológicamente. Pero sería inaceptable dejar que esa tónica domine nuestro juego político. Lo esencial de lo político, la propuesta, el programa, el compromiso de servicio y la legítima lucha por la conquista del poder, se han estancado en el vaho del pantano donde las naves quedan atrapadas y no pueden avanzar si no en medio de la confusión y la desorientación sazonada de la peor de las tormentas, la de los adjetivos.
Uno de los escenarios que nos ha dejado este largo tránsito por el poder del Movimiento Al Socialismo, es la ruptura de todo vaso comunicante que permita el genuino ejercicio democrático. La cómoda mayoría que el gobierno tuvo desde 2005, transformada en monólogo desde 2009, contribuyó a cerrar cualquier puerta o cualquier ventana que diera lugar al diálogo. Cuando en 11 años, el Presidente no se ha reunido una sola vez con los líderes de la oposición, hay algo que no camina adecuadamente en el escenario político. Alguien recordará que en 2008 se produjeron varias reuniones entre el gobierno central y los gobernadores de oposición. No es que hubiera entonces una vocación de apertura voluntaria y generosa de las partes, es que el país estaba al borde de un incendio de magnitud, las fuerzas parecían relativamente parejas y las presiones eran muy grandes. Detrás de esas reuniones estaban las mutuas amenazas del ejercicio de la violencia como una espada de Damocles sobre las cabezas de cada uno. A la postre la tensión se resolvió en las calles, por la violencia y con sangre, no en la mesa de negociaciones. Era una forma de entender las cosas, y esa forma no era la de los vasos comunicantes, sino la del tamaño del garrote de cada quien.
Esa pulsión no se ha modificado. La mayoría se niega a entender que la minoría tiene derechos y, además, asume que es propietaria de la palabra y de la discrecionalidad para administrarla. La palabra es un instrumento de diálogo y debate, pero no el debate que busca parecerse más a la pelea de gallos que a un espacio de confrontación de ideas. No, no necesitamos debates personales a dos años y medio de distancia de las elecciones presidenciales, necesitamos un debate de bloque a bloque sobre aspectos centrales de nuestros déficits democráticos, que sólo se resolverán en la medida en que consigamos consensos mínimos entre gobierno y oposición para encontrar respuestas que salven de la debacle el sistema judicial, que ratifiquen los límites democráticos electorales de los mandatarios, que garanticen cortes electorales transparentes, que aprueben normas justas e iguales para los contendientes en las próximas elecciones y que preserven el sistema republicano, incluidos los derechos políticos de los opositores.
Pero ocurre que la respuesta a las demandas de quienes no compartimos el modelo político vigente se construye con adjetivos. Es una colección de palabras vacías, marbetes que han perdido todo contenido, todo sentido conceptual. Podríamos mencionar a título de ejemplo algunas de ellas: la derecha, los neoliberales, los vendepatrias, los capitalizadores, la juntucha de los representantes del pasado, los cachorros de la dictadura, los títeres de “la” embajada...
Escojamos un término: neoliberales, por ejemplo. Supongamos por un momento que, en efecto, una parte, la mayoría, o todos quienes de un modo u otro están en la oposición política, abrazan la ideología neoliberal, creen en ella y la propugnan como un camino económico para el futuro. ¿Hay alguna razón con sustento sensato para afirmar que el hecho de que una persona o una agrupación política defienda el neoliberalismo, los inhabilitan como interlocutores, los convierten en enemigos de Bolivia y sus ciudadanos?
La actitud de quienes detentan el poder, de cruda descalificación por la vía de la denigración, no hace sino denigrar a quienes escogen ese camino en vez de la confrontación de ideas. Posiciones de esta naturaleza debilitan dramáticamente el sentido básico del ejercicio de la democracia y quien pierde es el país.
El próximo paso electoral que nos toca dar es el de las elecciones judiciales. Si los gobernantes han aprendido una lección, la de 2011, debieran abrir un genuino espacio de debate con la oposición para garantizar las bases de una selección correcta de candidatos y una propuesta compartida de reforma estructural de la justicia, si no la han aprendido, nos llevarán al día de las elecciones con una comisión calificadora de méritos nombrada por el oficialismo y con un proyecto unilateral redactado exclusivamente por el Ministerio de Justicia. Si es así, volveremos a perder la oportunidad y resolveremos en el voto una apuesta al todo o nada, con el riesgo de frustrar la propia elección por la vía de los votos nulos y blancos.
Sería saludable terminar con este círculo perverso que el oficialismo intenta zanjar siempre por el contraste de fuerza, por la lógica de la denigración y desprecio del adversario, mucho más hoy, un tiempo en que está claro que la correlación de fuerzas ha cambiado y que no tiene mucho sentido insistir en tics que no surten el mismo efecto, pero sobre todo que no contribuyen a construir un clima de una democracia plural, sino el de un régimen autoritario que guarda las formas y poco más. Quien ha ganado varias veces torneos electorales debiera saber ya a estas alturas lo que es el ejercicio de derechos y deberes a los que obligan los votos que recibieron de sus electores.
El autor fue presidente de la República.
Twitter: @carlosdmesag
Uno de los escenarios que nos ha dejado este largo tránsito por el poder del Movimiento Al Socialismo, es la ruptura de todo vaso comunicante que permita el genuino ejercicio democrático. La cómoda mayoría que el gobierno tuvo desde 2005, transformada en monólogo desde 2009, contribuyó a cerrar cualquier puerta o cualquier ventana que diera lugar al diálogo. Cuando en 11 años, el Presidente no se ha reunido una sola vez con los líderes de la oposición, hay algo que no camina adecuadamente en el escenario político. Alguien recordará que en 2008 se produjeron varias reuniones entre el gobierno central y los gobernadores de oposición. No es que hubiera entonces una vocación de apertura voluntaria y generosa de las partes, es que el país estaba al borde de un incendio de magnitud, las fuerzas parecían relativamente parejas y las presiones eran muy grandes. Detrás de esas reuniones estaban las mutuas amenazas del ejercicio de la violencia como una espada de Damocles sobre las cabezas de cada uno. A la postre la tensión se resolvió en las calles, por la violencia y con sangre, no en la mesa de negociaciones. Era una forma de entender las cosas, y esa forma no era la de los vasos comunicantes, sino la del tamaño del garrote de cada quien.
Esa pulsión no se ha modificado. La mayoría se niega a entender que la minoría tiene derechos y, además, asume que es propietaria de la palabra y de la discrecionalidad para administrarla. La palabra es un instrumento de diálogo y debate, pero no el debate que busca parecerse más a la pelea de gallos que a un espacio de confrontación de ideas. No, no necesitamos debates personales a dos años y medio de distancia de las elecciones presidenciales, necesitamos un debate de bloque a bloque sobre aspectos centrales de nuestros déficits democráticos, que sólo se resolverán en la medida en que consigamos consensos mínimos entre gobierno y oposición para encontrar respuestas que salven de la debacle el sistema judicial, que ratifiquen los límites democráticos electorales de los mandatarios, que garanticen cortes electorales transparentes, que aprueben normas justas e iguales para los contendientes en las próximas elecciones y que preserven el sistema republicano, incluidos los derechos políticos de los opositores.
Pero ocurre que la respuesta a las demandas de quienes no compartimos el modelo político vigente se construye con adjetivos. Es una colección de palabras vacías, marbetes que han perdido todo contenido, todo sentido conceptual. Podríamos mencionar a título de ejemplo algunas de ellas: la derecha, los neoliberales, los vendepatrias, los capitalizadores, la juntucha de los representantes del pasado, los cachorros de la dictadura, los títeres de “la” embajada...
Escojamos un término: neoliberales, por ejemplo. Supongamos por un momento que, en efecto, una parte, la mayoría, o todos quienes de un modo u otro están en la oposición política, abrazan la ideología neoliberal, creen en ella y la propugnan como un camino económico para el futuro. ¿Hay alguna razón con sustento sensato para afirmar que el hecho de que una persona o una agrupación política defienda el neoliberalismo, los inhabilitan como interlocutores, los convierten en enemigos de Bolivia y sus ciudadanos?
La actitud de quienes detentan el poder, de cruda descalificación por la vía de la denigración, no hace sino denigrar a quienes escogen ese camino en vez de la confrontación de ideas. Posiciones de esta naturaleza debilitan dramáticamente el sentido básico del ejercicio de la democracia y quien pierde es el país.
El próximo paso electoral que nos toca dar es el de las elecciones judiciales. Si los gobernantes han aprendido una lección, la de 2011, debieran abrir un genuino espacio de debate con la oposición para garantizar las bases de una selección correcta de candidatos y una propuesta compartida de reforma estructural de la justicia, si no la han aprendido, nos llevarán al día de las elecciones con una comisión calificadora de méritos nombrada por el oficialismo y con un proyecto unilateral redactado exclusivamente por el Ministerio de Justicia. Si es así, volveremos a perder la oportunidad y resolveremos en el voto una apuesta al todo o nada, con el riesgo de frustrar la propia elección por la vía de los votos nulos y blancos.
Sería saludable terminar con este círculo perverso que el oficialismo intenta zanjar siempre por el contraste de fuerza, por la lógica de la denigración y desprecio del adversario, mucho más hoy, un tiempo en que está claro que la correlación de fuerzas ha cambiado y que no tiene mucho sentido insistir en tics que no surten el mismo efecto, pero sobre todo que no contribuyen a construir un clima de una democracia plural, sino el de un régimen autoritario que guarda las formas y poco más. Quien ha ganado varias veces torneos electorales debiera saber ya a estas alturas lo que es el ejercicio de derechos y deberes a los que obligan los votos que recibieron de sus electores.
El autor fue presidente de la República.
Twitter: @carlosdmesag
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