Preocupa que, a más de tres décadas de vigencia de regímenes constitucionales, las instancias de poder formal de ayer y de hoy, reciclen comportamientos autoritarios.
El 15 de enero de 1981, exactamente 6 meses y dos días después del golpe militar perpetrado por Luis García Meza y Luis Arce Gómez contra la democracia, paramilitares, instruidos por los antes mencionados, irrumpieron en un domicilio particular de la entonces calle Harrington, zona de Sopocachi de La Paz, para metralleta en mano asesinar a sangre fría a ocho compatriotas que se encontraban reunidos en el afán de analizar las consecuencias del régimen de gobierno delincuencial que ostentaba el poder y las medidas económicas por entonces implementadas.
La dirigencia nacional en la clandestinidad del MIR fue aniquilada a través de un crimen tipificado por el Derecho Internacional como de lesa humanidad. Algunos de los autores materiales fueron sentenciados penalmente y los líderes de ese Gobierno de facto están presos. Con este 15 de enero de 2016, transcurrieron 35 años, pero no son los tiempos cronológicos los que queremos analizar, sino el contexto político bajo el que se suscitaron los hechos, la necesidad de mantener viva la memoria frente a ese pasado siniestro, el comportamiento posterior del Estado democrático en relación a todos los crímenes de esta naturaleza perpetrados contra valerosos y valerosas ciudadanas y cual el aprendizaje de estas duras lecciones para ubicarnos en el presente y construir un futuro que evite el retorno o extinga definitivamente esta forma cavernaria de hacer política.
De hecho tras los acontecimientos era natural que los autores intelectuales de este atropello justificaron su inconducta satanizando las actuaciones de las víctimas, se utilizaron frases como “grupos subversivos”, “terroristas” “comunistas” “delincuentes”, etc., desde el refugio clandestino en que me encontraba, miraba con impotencia e indignación cómo el presidente de facto y el siniestro ministro del interior de entonces, por la televisión hablaban de que se trató de un enfrentamiento armado entre las fuerzas del orden y un grupo subversivo, mintiéndole al país y a la comunidad internacional, García Meza puso a Dios como testigo de sus actos y Arce Gómez expuso la histórica advertencia de que caminemos con el testamento bajo el brazo.
Lo evidente es que fueron extinguidas de manera arbitraria, bajo la modalidad fáctica de ejecución sumaria, las vidas de ocho compatriotas mártires de la democracia cuya memoria corresponde mantener viva y activa como referente ético y emblemático para las nuevas generaciones. Rendir un homenaje a las víctimas de esa masacre a 35 años de los luctuosos acontecimientos, es revitalizar nuestro compromiso de lucha por los derechos de un pueblo que nunca renunció a vivir en democracia y que logró su propósito de expulsar a la última dictadura militar bajo la consigna altruista de migrar de la fuerza inmoral de las botas hacia la fuerza moral de los votos, para construir un verdadero Estado de Derecho.
Por ello, el sacrificio de Artemio Camargo, Gonzalo Barrón, Arcíl Menacho, Ramiro Velasco, Jorge Baldivieso, José Reyes, Ricardo Navarro y José Luis Suárez, no fue en vano, su presencia es latente y nos conmina a quienes no hemos renunciado a la aspiración legítima de forjar el surgimiento de una sociedad más justa y un país de iguales, a seguir sus huellas, trabajando día a día para consolidar el objetivo.
Preocupa sin embargo que, a más de tres décadas de vigencia de regímenes constitucionales, las instancias de poder formal de ayer y de hoy, reciclen comportamientos autoritarios que se supone son patrimonio exclusivo de las dictaduras, la desaparición física de nuestros héroes nos conmina a democratizar nuestra democracia para diferenciarnos cualitativamente de las dictaduras, extinguiendo la intolerancia, el autoritarismo y forjando una cultura de los derechos humanos en el país. Es el mejor homenaje que podemos brindarles. ¡Gloria a los caídos el 15 de enero de 1981!
El autor es abogado.
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