Una revisión de las noticias que más dudas han diseminado durante los últimos tiempos sobre la manera como el Gobierno nacional, así como las gobernaciones y alcaldías, están administrando los dineros del país, dará un resultado incontrovertible. Es que todos los casos de corrupción y de la mala calidad de las obras entregadas que han ido saliendo a la luz pública tienen un elemento en común que lleva el rótulo de “adjudicaciones directas”.
Los ejemplos que ilustran lo dañina que es esa práctica son de lo más abundantes. En Cochabamba, por ejemplo, tenemos los casos del puente que se desmoronó hace unos días o la ya larga cadena de misteriosos contratos que se han hecho de manera irregular para llevar adelante el Proyecto Misicuni. Ambos casos se destacan noticiosamente por lo desastrosos que son los resultados, pero no son los únicos ni mucho menos. Por el contrario, son sólo dos pequeñas muestras de un mal que está extendiéndose como un cáncer que tiende a convertirse en una fuente inagotable de problemas y descrédito para los gobernantes y de frustraciones para la ciudadanía.
El asunto no es nuevo, pues hace ya más de tres años que una serie de investigaciones periodísticas llamaron la atención sobre el asunto. En efecto, en agosto de 2013 hacíamos notar en este espacio editorial que, según datos oficiales, la suma de los fondos públicos adjudicados “por excepción” en forma directa a empresas privadas proveedoras de bienes y servicios al Estado ya superaba en ese entonces los 2 mil millones de dólares.
Si hace tres años ese era el monto destinado a adjudicaciones directas, no es difícil suponer la magnitud actual, pues aunque no hay datos actualizados disponibles, se puede suponer que la cifra se ha multiplicado en una proporción similar a la de las inversiones públicas.
Al referirnos a ese tema en este espacio, el 3 de agosto de 2013, decíamos que “más alarmante aún que la enorme cantidad de dinero que está involucrada en este tipo de transacciones tan poco transparentes, es que no es de ningún modo infundada la sospecha de que no son consecuencia de una mala racha de circunstancias “excepcionales”, sino la más clara manifestación de toda una política del Estado respaldada por disposiciones legales que le dan a esta práctica cierto aspecto de legalidad. Es el caso del Decreto Supremo 224, en el que se amparan quienes disponen de los recursos públicos como si de su propio patrimonio se tratara”.
“No puede haber argumento que valga a la hora de justificar la creciente arbitrariedad con que se dispone del patrimonio colectivo, mucho menos si el carácter excepcional que se pretende dar a esa práctica ha dejado de ser tal para pasar a convertirse en algo habitual”, decíamos, y concluíamos afirmando que “todo eso crea condiciones óptimas para la proliferación de sospechas, dudas y susceptibilidades, lo que no hace nada bien a la imagen de las autoridades que dan ni al prestigio de las empresas que reciben las adjudicaciones directas”.
Con esos antecedentes, y a la luz de las malas experiencias de las que estamos siendo testigos, lo menos que puede exigirse a los gobernantes es que rectifiquen su conducta.
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