al término del papel mediador de la Iglesia en medio de conflictos nacionales qué rol le toca jugar?
Sin lugar a dudas, la Iglesia Católica tiene un papel preponderante en la sociedad boliviana, no sólo porque la mayoría de la población profesa este credo, sino también porque la propia historia del país está marcada culturalmente por el catolicismo, cuyo aporte ha sido decisivo, guste o no, en la configuración de la identidad nacional.
Ahora bien, si durante varios siglos la Iglesia Católica gozó de los privilegios que suponía ser la única religión oficial del Estado, también debió enfrentar duros momentos, como las confiscaciones de conventos y del diezmo durante el Gobierno del Mariscal Sucre, o las persecuciones anticlericales, en verdad más retóricas que fácticas, de los primeros gobiernos liberales, que de todas formas aprobaron algunas leyes a contrarruta de la doctrina eclesiástica.
Tras el Concilio Vaticano II, que supuso un replanteamiento de las relaciones de la Iglesia con los poderes públicos, con las otras religiones y con la propia sociedad laica, fue la propia jerarquía boliviana –y es bueno recordarlo- la que alentó la separación de la Iglesia y el Estado y la constitucionalización de la libertad de cultos en la Constitución de 1967.
Paralelamente, los sacerdotes dejaron de circunscribir su labor a cuestiones espirituales, ganando terreno en el plano de la promoción social y la defensa de los derechos humanos frente a los atropellos de las dictaduras militares; valiente posición que fortaleció la autoridad moral y el prestigio institucional de la Conferencia Episcopal Boliviana en el ámbito civil.
Fue con base en esta autoridad moral, junto a su indiscutible ascendiente sobre una mayoría de los ciudadanos y ciudadanas del país, que la Iglesia fue llamada a mediar –y logró hacerlo exitosamente- en diferentes conflictos, presentados entre los sucesivos gobiernos y determinados actores sociales una vez recuperada la democracia. De este modo, a partir de 1982 y hasta hace poco tiempo, ella se constituyó en el árbitro nacional por excelencia, y gracias a su oportuna intervención se zanjaron felizmente varias situaciones de grave crisis social y política.
Sin embargo, tal panorama fue cambiando de forma notoria con la llegada al poder de Evo Morales, cuyo Gobierno –que le debe tanto al impulso que dio la Iglesia a los movimientos sociales- pronto demostró que no veía con buenos ojos la intervención de ésta en asuntos públicos; llegando a atacar con dureza a algunos obispos cuando consideró que estaban saliendo de sus límites al realizar sus habituales observaciones y cuestionamientos a diversas situaciones del orden temporal, o cuando el cardenal Terrazas votó en el referendo autonómico de Santa Cruz.
En este marco, y con el mismo título de la columna de hoy, aunque todavía puesto entre signos de interrogación –“¿El fin de la Iglesia árbitro?”- publiqué en octubre de 2008 un análisis en un semanario cruceño, avizorando un escenario nuevo –y complejo- para la Iglesia Católica en el naciente Estado Plurinacional. Por entonces, la nueva Constitución estaba a punto de aprobarse y resultaba claro que con su puesta en vigencia iba a cambiar la situación de la Iglesia no sólo en muchos aspectos prácticos relacionados a su labor educativa y social, sino también en cuanto a su lugar en una sociedad claramente definida como laica (lo que es natural a estas alturas de la historia), y cuyas reglas de juego iban a ser escritas y administradas por un Gobierno de tinte laicista (lo que es muy distinto).
Así está sucediendo, en efecto, y todavía falta la parte más dura para los obispos. Si bien la Constitución no colisiona con la doctrina católica, deja abiertas las puertas a interpretaciones, leyes y reglamentaciones posteriores que podrían afectar a los católicos de a pie en tan importantes cuestiones como el tipo de currículo educativo en que son formados los hijos o en cuanto a los llamados derechos reproductivos, que podrían suponer la despenalización del aborto, debate que ahora mismo comienza a insinuarse.
Pero además, y sobre todo, ha quedado claro –con mayor nitidez todavía en estos días pasados- que para el actual Gobierno, la jerarquía católica, y por tanto la Iglesia como actor civil, ya no es más el árbitro de cuestiones políticas y sociales en el país, sino un jugador más (importante, pero jugador al fin y al cabo), al que para colmo considera situado en el lado contrario de la cancha.
De esta manera -y he aquí lo que más preocupante resulta, desde una perspectiva laica-, la institución más creíble, estable y neutral de la sociedad civil, que podría jugar un papel fundamental en eventuales conflictos y crisis futuras, como lo hizo tantas veces en el pasado, queda de alguna manera inhabilitada para este cometido, al terminar situada en una de las partes. ¿Será esto beneficioso para el país y, a la postre, también para el Gobierno? ¿Podrá alguien reemplazarla como la eficaz mediadora que fue cuando llegue el caso? ¿Y quién podría hacerlo con la misma solvencia y ascendiente?
Página Siete (Autor: Gabriel Chávez Casazola en EJU.TV)
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