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domingo, 2 de abril de 2017

con gran claridad Carlos Mesa nos hace ver que lo sucedido en Venezuela no habría tenido esa evolución sin el apoyo decidido de los países de América Latina que han marcado la pauta. la decisión de rectificar la usurpación del Poder Legislaltivo cambia el curso de acción.

La decisión del TSJ, un día después de haber llevado a cabo tamaño despropósito, de rectificar la usurpación que hizo de las funciones del Poder Legislativo, es una muestra de dos cosas, la dramática situación de la crisis política venezolana –agudizada por el colapso económico y la volatilidad social- y la importancia de una posición firme de la comunidad internacional, especialmente la de América Latina

América Latina ha llegado a un punto de inflexión que no permite medias tintas ni acciones o expresiones “políticamente correctas”. La razón es clara, los gobernantes venezolanos han cruzado el Rubicón.

Cuando en 2015 la oposición aplastó electoralmente al oficialismo y ganó dos tercios de la Asamblea Nacional (167 representantes contra 55 del gobierno), el Poder Judicial  inhabilitó  a tres diputados, basado en que habían ganado sus escaños a través del fraude, para evitar esa mayoría calificada que ponía contra las cuerdas al Presidente. Antes de la posesión de esta nueva Asamblea, Nicolás Maduro nombró directamente a los trece magistrados titulares del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), completamente alineados al partido de gobierno, cuya tarea ha sido la de dictar normas con el único objetivo de limitar o entorpecer las funciones del Poder Legislativo. La situación era, obviamente, insostenible y la balanza se inclinó finalmente por quien tiene realmente el poder.

Una cuestión legal referida a la negativa de la Asamblea de retirar de sus cargos a los tres diputados en cuestión (que de hecho no asisten a sesiones ni ejercen sus cargos)  motivó la increíble decisión de la Sala Constitucional del TSJ de “que las competencias parlamentarias sean ejercidas directamente por esta Sala o por el órgano que ella disponga”. Un conflicto entre poderes jamás puede resolverse por la vía de la usurpación de las funciones de uno de ellos por el otro, menos aún cuando se trata del Poder del Estado que ha sido elegido en su totalidad por voto directo y que ejerce la soberanía popular de acuerdo a la Constitución. Ningún argumento, por válido que pueda parecer –y este no está adornado precisamente de ese atributo– justifica la cancelación de las legítimas atribuciones y el inalienable mandato que el pueblo le ha dado a los miembros de la Asamblea Nacional de Venezuela.

El 11 de septiembre de 2001 en Lima, los países miembros de la OEA, entre los que se cuentan todas las naciones latinoamericanas, excepto Cuba, suscribieron la Carta Democrática con el objetivo de garantizar la permanencia y la defensa de la democracia en el hemisferio. En su Art. 3, la Carta indica que uno de los elementos esenciales de la democracia es la separación e independencia de poderes. El Art. 4, establece que son componentes fundamentales de su ejercicio “La subordinación… de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida”. Los artículos 18 al 22 de la Carta se refieren a la “alteración del orden constitucional” en cualquiera de sus estados miembros, y a los mecanismos que le permiten al Secretario General de la OEA, a cualquier Estado miembro y a la propia Asamblea, tomar decisiones que busquen contribuir a resolver y superar esa alteración. Si esto no es posible, el Estado involucrado será suspendido de la Organización.

En 2002 y en 2009 la OEA actuó con vigor y con la Carta Democrática en la mano ante dos golpes de Estado: el de Venezuela que buscaba derrocar al Presidente Hugo Chávez y el de Honduras que de hecho derrocó al Presidente Manuel Zelaya. En el primer caso la condena continental tuvo éxito y Chávez fue repuesto en el cargo, en el caso de Honduras el país fue suspendido de la OEA hasta la recomposición del orden democrático en 2011. Eran tiempos en los que el liderazgo regional lo tenían el propio Hugo Chávez y Luis Inacio Lula da Silva.

La muerte de Chávez abrió una etapa de confusión incomprensible y un vacío evidente, entre otras cosas por las respectivas crisis que atraviesan los dos gigantes regionales, México y Brasil. Ninguna de las naciones de poder intermedio como Colombia, Argentina o Chile, se atrevieron a proponer una hoja de ruta alternativa a la del “Socialismo del siglo XXI” y el ALBA, y dejaron que la barca política latinoamericana (Unasur) siguiera bamboleándose ante el débil soplo de los seguidores del chavismo. El resultado fue el de un panorama en el que el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, que prefirió la brújula de sus convicciones morales a la de las destrezas políticas, quedó librado a su suerte y en el que los países que practican una democracia razonablemente vigorosa dentro de sus fronteras decidieron mirar a otro lado.

Ha tenido que producirse la alteración del orden democrático en Venezuela para que, por fin, de la mano de un Perú que recuerda el Golpe de Fujimori en 1992, se alcen voces claras de condena de algunos de los firmantes de la Carta.
La decisión del TSJ, un día después de haber llevado a cabo tamaño despropósito, de rectificar la usurpación que hizo de las funciones del Poder Legislativo, es una muestra de dos cosas, la dramática situación de la crisis política venezolana –agudizada por el colapso económico y la volatilidad social- y la importancia de una posición firme de la comunidad internacional, especialmente la de América Latina.
 
El autor fue presidente de la República.

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