Una horda de bárbaros
Renzo Abruzzese
Cuando Benito Mussolini era uno de los hombres fuertes del Partido Socialista de Italia, en los albores del siglo pasado, profirió una sentencia demoledora frente al Gobierno italiano, que a la sazón se debatía en una profunda crisis de gobernabilidad. “Una horda de bárbaros –dijo- ha armado sus carpas en los patios del palacio”.
La dictadura venezolana a estas alturas del proceso chavista no es más que eso: “una tropa de bárbaros”, huérfana de toda legitimidad social.
Hay en el síndrome populista latinoamericano una peligrosa tendencia a sublimar el poder de un poder que no poseen. Para los populismos modernos la imprecisa categoría “pueblo” en la que se basan suele tener el efecto falsamente mágico. En la jerga populista, el pueblo se adapta a las nociones del bárbaro, no es el receptáculo que contiene todas las pulsiones de la libertad, la justicia y de la democracia; es simplemente el instrumento de sus apetitos de poder y el versátil dispositivo, en cuyo nombre se transgreden todas las libertades y los derechos, y se cometen todos los delitos habidos y por haber.
Como en la categoría “pueblo” desaparecen los sujetos individuales, todos los ciudadanos están bajo la obsesiva observación del Estado y todas las instituciones de la sociedad civil tienden a desdibujarse. Al caudillo le parece que eliminar de un plumazo una asociación laboral, un colegio profesional, una organización obrera independiente, un partido político, una organización no gubernamental, el mismísimo Congreso o cualquier cosa que suponga voluntades humanas libres y democráticamente expresadas, -le parece, decíamos- nada grave, excepto que ni todos los ciudadanos están borrados ni todas las instituciones se volvieron objetos difusos. A la hora de la hora, el “pueblo” se muestra como lo que es: una sociedad civil capaz de hacerle frente al más bárbaro de los bárbaros. Eso le está pasando a Maduro y eso lo va a terminar.
Las lecciones son en este particular caso (el venezolano) una fuente que no debiera dejarse de lado. Lo primero que se aprende es que los poderosos que pretenden apropiarse del poder armando carpas en las periferias de la legitimidad social, en los patios traseros, muestran claros signos de una ceguera crónica y degenerativa, que fácilmente los precipita al abismo de una historia ignominiosa.
Lo grave de esto es que al abismo de su ciega ambición no llegan solos, arrastran en su delirio una sociedad entera, una nación completa, una historia acabada. Lo bueno de semejante crisis es que muy tarde comprenden que el pueblo, el verdadero, nunca es ciego, siempre está ahí, no desaparece.
La segunda conclusión podría mostrarnos que los límites del poder se instalan en la sociedad moderna a despecho de quienes preferirían no tener límite alguno. Los límites se transforman en un escollo. Para evitarlo, la dictadura chavista le mostró al mundo de forma grotesca la eficacia de los discursos; inventó millares de enemigos inexistentes. Para cada enemigo había un producto discursivo. Se explotaba la pobreza, el dolor humano, la enfermedad, la miseria, la ignorancia, el abandono.
Cada sufrimiento humano producía un enternecedor discurso que llegaba al alma de los marginados y cada sufrimiento no era el producto de sus errores, era el producto de fuerzas imperiales y demoniacas, contra las que sólo unidos podrían vencer. Unidos en torno al caudillo.
Con este argumento, para cada batalla se demandaba una cuota mayor de renunciamiento. En determinado momento la dictadura chavista con Maduro a la cabeza imaginó que toda la voluntad de los ciudadanos ya le pertenecía y, en consecuencia, podía hacer lo que mejor se le antojaba. Craso error. Esa gigantesca oleografía de grandes éxitos inexistentes y grandes amenazas asediándonos sin cesar se vino abajo cuando el pueblo venezolano le dijo no (en las calles) al último zarpazo de la dictadura: el golpe de Estado que intentó ejecutar.
Apoyar semejante locura sólo es síntoma de que se sufre la misma enfermedad y, lo más grave, que se puede terminar –siguiendo el curso natural de toda patología- en el mismo estado de inconsciencia.
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