Tiwanaku, 11 años después
Hace 11 años, el 21 de enero de 2006, tuvo lugar una apoteósica unción de Evo, el día antes de que se convirtiera en el último presidente de Bolivia. Ese día llegó mucha más gente que la del Dakar y verdaderamente el mundo puso sus ojos en Bolivia y, de verdad, muchos potenciales turistas pensaron en venir a ese exótico país que tanta simpatía inspiraba. La noticia era enorme, Evo Morales era el primer indio boliviano elegido para ser presidente del país. Su Vicepresidente declaraba conmovido que su máxima aspiración había sido acompañar a un indígena en su llegada al poder. La ceremonia, un tanto improvisada, no dejó de tener colorido y magnificencia, y aunque yo no participaba de la algarabía, estaba contento con esa reivindicación indígena.
Que esto sucediera en Tiwanaku, la cuna de una de las culturas pilares del mundo andino y el espacio arqueológico más importante de Bolivia me conmovía. Auguré para esas ruinas un futuro promisorio, inversiones sólidas para las excavaciones y para su conservación y, ante todo, una revalorización del espacio, porque a fin de cuentas Tiwanaku rimaba perfectamente con el rostro indígena del momento político.
Luego vino el boom económico, la danza de millones y la posibilidad de hacer lo que antes nadie se permitía soñar. Por ejemplo, invertir unos digamos cuatro millones de dólares en un museo del legado tiwanacota, construir un espacio de atención a los visitantes, con restaurantes, reproducción de edificios y lugares de descanso.
Uno podía imaginarse que la piedra angular para la recuperación de la mística indígena podría ser Tiwanaku y ahora era cuando, y había con qué.
Once años después, Tiwanaku sigue igual que antaño. Han cambiado una infografía a la que ridículamente han añadido el satélite Túpac Katari y un retrato de Evo. En 11 años de un bienestar económico inimaginable, el primer Presidente indígena electo ha mandado a construir un museo en homenaje a sí mismo, en un lugar al que sólo irán delegaciones de estudiantes obligadas, y ha ninguneado el más importante sitio ritual que jamás hubo en los andes bolivianos. Cabe preguntarse ¿cuán genuinamente indígena se puede ser y mantener una indiferencia tal hacia las propias raíces?
El aymara no ha sido ajeno a mis oídos desde pequeño, las radios transmitían en ese idioma temprano en la mañana. También crecí escuchando los encendidos discursos de Barrientos en quechua y la idea de conservar los idiomas indígenas siempre me ha parecido primordial. Ese era un tema de la reforma educativa "neoliberal”, la cual ha sido el último intento serio de hacer algo por la educación primaria en este país. También pensé que el momento había llegado y me imaginé una Bolivia, en 2016, donde el bilingüismo sería parte de un cotidiano enriquecido.
Me imaginé llegando a La Paz en un avión y teniendo explicaciones en castellano, en inglés y en aymara, y llegando a Cochabamba en vez de aymara en quechua. Claro que iba a ser caro, pero eso es parte de consolidar la identidad del país. Me imaginé un parlamento con traducción simultánea y, claro, me imaginé una internet con diccionarios de las distintas lenguas, con portales del Gobierno, no en todos los 36 idiomas oficiales, pero en los cuatro más extendidos. Nada de eso hay.
Hay leves esfuerzos en hospitales y en algunas reparticiones administrativas. Las exigencias a los funcionarios públicos respecto a dominar dos idiomas oficiales se parecen a las inspecciones de Tránsito que se hacen a los coches que circulan por las calles de La Paz.
No hay una sensación de que lo indígena hubiera florecido estos años, no hay un premio de literatura en idioma oficial no castellano, ni uno a películas rodadas en esos idiomas. No hay revalorización de las culturas originarias.
No, García Linera no acompañó a un indígena en su asunción al poder, se sirvió de la imagen de lo indígena para llegar con una camarilla al poder.
Agustín Echalar Ascarrunz es operador de turismo.
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