A la serie de advertencias que desde hace algunos meses abundan sobre la inminente llegada a nuestro país de los efectos negativos de la contracción económica mundial, uno de cuyos mayores síntomas es la caída de los precios de las materias primas, se han sumado durante los últimos días los primeros datos que dan fundamentos objetivos a las pesimistas previsiones.
Las cifras a las que nos referimos son las que han sido difundidas por el Instituto Nacional de Estadísticas sobre las exportaciones del país durante el primer mes del año. Según ese informe, en enero registraron una caída del 22 por ciento con relación al mismo periodo del año anterior, lo que se plasma en una pérdida de ingresos de 225 millones de dólares. Y lo más alarmante es que se trata de una caída simultánea en sectores tan diversos como la minería, hidrocarburos, agropecuaria y manufacturas.
Se trata sin duda de cifras que no pueden ser subestimadas, más aún si llegan acompañadas de noticias aún peores provenientes de los países vecinos, lo que da motivos para temer que el mal desempeño del comercio exterior con que se inició el año no es atribuible a factores circunstanciales, sino a una tendencia descendente que se proyecta peligrosamente hacia el porvenir.
En efecto, como coinciden en señalar analistas económicos de nuestro país y del exterior, todo parece indicar que estamos comenzando a sentir las primeras consecuencias del fin de un ciclo de bonanza que fue excepcional por su relativamente larga duración y por lo abundantes que fueron sus efectos positivos sobre la economía latinoamericana
En el caso de nuestro país, a la caída de los precios de las materias primas se suma el efecto multiplicador de la crisis económica en la que ya están sumidos nuestros principales socios comerciales, Brasil y Argentina. Ambos países se han precipitado ya en una espiral descendente de su actividad productiva lo que sin duda tendrá efectos directos sobre la economía nacional.
Ante tal panorama, los esfuerzos de las autoridades del área económica del Gobierno nacional se han concentrado hasta ahora alrededor de un objetivo principal que consiste en mantener elevadas las expectativas de los agentes económicos.
Esperan seguramente que una actitud optimista sea suficiente para evitar el desaliento y así neutralizar los efectos negativos provenientes del exterior.
Es hasta cierto punto de vista comprensible esa manera de afrontar el problema, pero no hasta el extremo de dar la espalda a la realidad para mantener viva una ilusión. Y hay motivos para temer que a ese peligroso punto nos estamos acercando, pues mientras se insiste en subestimar los peligros que se ciernen sobre la economía nacional, no se vislumbra una prudente adecuación de las políticas públicas a las nuevas circunstancias.
Una muestra de la ligereza con que al parecer se están afrontando los malos tiempos que se avecinan es la abundancia de anuncios sobre multimillonarias inversiones –que son sólo gastos suntuosos en la mayor parte de los casos– como si la bonanza de los últimos años estuviera definitivamente asegurada.
Felizmente, aunque todavía tímidamente, durante los últimos días se ha podido oír una que otra voz de prudencia en las filas gubernamentales. Es de esperar que esas voces terminen imponiéndose.
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