A las pocas horas de la sugerencia que dio el ministro de Gobierno de condenar a 30 años a Ronald Iván Fernández al asesino confeso de Sophia Calvo Aponte, el juez golpeaba su martillo contra la mesa dictaminando la pena máxima que se aplica en el país, una acción que algunos entendieron como una manera de calmar las aguas en plena época electoral y ante el peligro de que el asunto se politice.
Ayer seguía el debate en las redes sociales y algunos pedían “pena de muerte”, “fusilamiento”, “la horca”, como si esa fuera la solución para el grave problema de inseguridad que no encuentra solución. Este caso no es para catarsis, sino para aplicar la ley y en ese sentido hay que buscar quién no hizo bien su trabajo con el fin de dejar una lección aprendida.
En primer lugar, la actuación de los policías que tuvieron en sus manos a Fernández y lo dejaron ir, no es para una sanción interna o un jalón de orejas. Ellos han cometido un delito que debe ser sancionado. Por otro lado, el guardia de seguridad que resultó ser un criminal fue contratado por una empresa que debe dar cuenta de sus procedimientos que usa para elegir personal y finalmente, quienes brindan el servicio de parqueo tienen que explicar por qué no había medidas de seguridad más estrictas en el lugar.
El día que nos aboquemos a cumplir las normas y a evitar la impunidad, habrá menos lágrimas que derramar y también nos ahorraremos saliva en propuestas y diagnósticos.
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