A pesar de todo, cabe todavía la esperanza de un viraje salvador. Es de esperar que así lo entienda el Gobierno boliviano y aleje de nuestro país el riesgo de sufrir un futuro similar

Desde hace algo más de dos meses, cuando al iniciarse el mes de abril se inició también una ola de protestas antigubernamentales, no hay día que pase sin que las noticias provenientes de Venezuela den cuenta de un continuo proceso de agravamiento. Ya son 69 los días de enfrentamientos callejeros entre quienes repudian al Gobierno de Maduro y las fuerzas progubernamentales, ya llega casi al centenar el número de muertos, superan el millar los heridos y ya son tantos los miles de prisioneros que no hay manera de saber cuántos ya son.

El telón de fondo en el que a diario se escenifica esa tragedia es una crisis económica cuya magnitud resulta difícil comprender en términos convencionales. Es que los niveles a los que ha llegado el colapso de las redes de producción y abastecimiento de alimentos y otros productos de primera necesidad, como medicamentos, sólo se pueden comparar con los que se presentan como consecuencia de grandes catástrofes naturales o guerras. Y Venezuela, por lo menos por ahora, no ha sufrido ninguna calamidad que explique las penurias económicas que padece.

Es tan difícil entender cómo fue que Venezuela llegó a tan dramática situación que quienes tratan de comprender el fenómeno no atinan a dar una explicación satisfactoria. No hay teoría económica, sociológica o política que alcance para entender un proceso de empobrecimiento tan asombroso como el que en cuestión de pocos años llevó a uno de los principales productores de petróleo del mundo a disputar con los más pobres países africanos un lugar en la lista de urgencias para evitar una “crisis humanitaria”, que es como en la jerga de los organismos internacionales se denomina a “catástrofes de origen natural o humano que requieren la intervención de organizaciones humanitarias”.

Por ahora, en lo que hay cada vez más coincidencia es en que la causa principal del desastre es la fatal combinación entre la corrupción e ineficiencia de quienes desde hace dos décadas tienen el control absoluto del país.

La fórmula aplicada para lograr tan férreo control del poder fue el sistemático desmantelamiento de las instituciones republicanas. Fueron caso 20 años durante los que sistemáticamente fue desmantelándose el andamiaje institucional de modo que la sociedad perdió toda posibilidad de controlar los actos de sus gobernantes, lo que a su vez posibilitó que estos dispongan de los bienes públicos como si fueran los suyos propios. Así, mediante multimillonarios contratos suscritos pasando por encima de las leyes y de todo control, siempre en nombre del bien común y los intereses populares, fue derrochándose la riqueza de uno de los países más ricos del mundo.

Ante tal escenario, son cada vez menos los países que se atreven a salir en defensa del régimen encabezado por Nicolás Maduro. En Latinoamérica, ya ni el Gobierno cubano se atreve a hacerlo, el nicaragüense prefiere desentenderse del asunto y sólo el Gobierno de Evo Morales ata su prestigio y su futuro al de un régimen que colapsa.

A pesar de lo sombrío que se perfila el porvenir, cabe todavía la esperanza de un viraje salvador. Es de esperar que así lo entienda el Gobierno boliviano y aleje de nuestro país el riesgo de sufrir un futuro parecido al presente venezolano.