Entuerto venezolano
Cualquier persona sensata en Venezuela sabe que la única opción de la nación es un cambio de gobierno. No tiene sentido alguno pretender que hay otro camino. Más aún hoy cuando, en esa frenética huida hacia adelante, las acciones desde el poder eximen al mundo de construir argumentos, los hechos son de tal envergadura que está muy claro que el gobierno de Nicolás Maduro está ya muy lejos del ejercicio democrático al que le obliga su propio mandato emanado de las urnas.
Venezuela está en la cornisa y el Presidente Maduro lo sabe porque él también está en la cornisa. El problema estructural de Venezuela tiene dos componentes que han conducido a la actual situación: el económico y el político. El Presidente Chávez, tras casi catorce años de gobierno, le dejó a su sucesor una bomba con la mecha encendida. El manejo de la economía de un país que ingresó más de 500.000 millones de dólares por exportaciones en los últimos quince años, dejó como resultado una reducción dramática de la producción de crudo, un gigantesco endeudamiento externo, un déficit fiscal crónico y el nivel de inflación más alto del mundo. Esta realidad demanda un cambio radical de la política económica que exige dos prerequisitos: confianza y medidas monetarias y macro económicas muy duras en dirección opuesta a la que se han aplicado sin éxito hasta hoy. Los gobernantes no dan confianza alguna para afianzar un nuevo programa económico, y han reiterado su rechazo a cualquier viraje con relación a lo que han hecho hasta hoy.
En lo político han perdido gran parte de la convocatoria y alianza que tenía Chávez con las bases populares, lo que le permitió el ejercicio de un autoritarismo que logró compatibilizar, aunque sólo fuera formalmente, con el orden democrático. La propia Constitución chavista se ha convertido hoy —irónicamente— en una barrera infranqueable para el Presidente Maduro. Violentada muchas veces, interpretada arbitrariamente y reivindicada con sofismas insostenibles, no permite que el gobierno siga en el poder pretendiendo algo que no es. La línea entre democracia y autoritarismo se ha roto completamente. El cumplimiento del mandato de la Carta Magna no es una opción viable porque conduce inevitablemente a la extinción del mandato del Presidente, su gobierno y su esquema de poder.
El claro triunfo de la oposición en las últimas legislativas lo anunció. Por eso se burló el Referendo Revocatorio. Pero el tiempo pasa y los plazos se cumplen. Ante la proximidad de elecciones para alcaldes, gobernadores y finalmente para Presidente, el régimen buscó un mecanismo de salvación. El Tribunal Supremo de Justicia asumió ilegalmente las atribuciones del Poder Legislativo. La reacción interna y externa abortó ese intento y activó las masivas protestas en la calle.
Vino inmediatamente la retirada de la OEA, por una razón, la correlación de fuerzas ha cambiado y la influencia decisiva de los países del “socialismo del siglo XXI” no surte los efectos deseados en la citada organización y tampoco alcanza para recibir respaldo de la Celac y de Unasur.
Con una treintena de muertos en la espalda y ante la constatación de que la presión no amaina, el Presidente optó por un último recurso, disfrazado otra vez de formalismos legales, la convocatoria a una nueva Asamblea Constituyente. El objetivo real: bloquear las elecciones venideras y controlar a través de este juego todo el poder (en el que mezcla las decisiones corporativas que el gobierno controla con el voto individual), vulnerando el derecho de un ciudadano al voto y arrebatándoselo a la oposición al anular la Asamblea Legislativa. Está claro que esta convocatoria es también una maniobra que rompe el orden democrático de manera inequívoca.
¿Es esto viable en el escenario de la realidad política, económica y social venezolana de hoy? El gobierno juega su última carta sin el colchón ni el aire necesarios. La oposición sabe que el tiempo del diálogo pasó y que el respaldo externo a Maduro es cada vez más débil.
Nadie que haga una lectura serena de estos hechos puede aceptar como lógicas las acciones del gobierno. Pero lo que hoy está completamente al desnudo tanto fuera como dentro de Venezuela es que la permanencia del actual gobierno, es absolutamente incapaz de resolver la crisis económica y sus consecuencias sociales, que sería la única baza válida para justificar la ruta propuesta por Maduro.
Los gobernantes han escogido la vía del desastre, le han dicho al mundo que no les importa cuán dramática es la crisis, cuán profundo el efecto sobre los más pobres, cuánto se desquicia y descompone el tejido social del país, cuán arbitraria e injusta es la detención de figuras fundamentales del entramado político, lo único que importa es permanecer en el poder. Cualquier persona sensata en Venezuela sabe que la única opción de la nación es un cambio de gobierno. No tiene sentido alguno pretender que hay otro camino. Más aún hoy cuando, en esa frenética huida hacia adelante, las acciones desde el poder eximen al mundo de construir argumentos, los hechos son de tal envergadura que está muy claro que el gobierno de Nicolás Maduro está ya muy lejos del ejercicio democrático al que le obliga su propio mandato emanado de las urnas.
El autor fue presidente de la República.
Twitter: @carlosdmesag
Venezuela está en la cornisa y el Presidente Maduro lo sabe porque él también está en la cornisa. El problema estructural de Venezuela tiene dos componentes que han conducido a la actual situación: el económico y el político. El Presidente Chávez, tras casi catorce años de gobierno, le dejó a su sucesor una bomba con la mecha encendida. El manejo de la economía de un país que ingresó más de 500.000 millones de dólares por exportaciones en los últimos quince años, dejó como resultado una reducción dramática de la producción de crudo, un gigantesco endeudamiento externo, un déficit fiscal crónico y el nivel de inflación más alto del mundo. Esta realidad demanda un cambio radical de la política económica que exige dos prerequisitos: confianza y medidas monetarias y macro económicas muy duras en dirección opuesta a la que se han aplicado sin éxito hasta hoy. Los gobernantes no dan confianza alguna para afianzar un nuevo programa económico, y han reiterado su rechazo a cualquier viraje con relación a lo que han hecho hasta hoy.
En lo político han perdido gran parte de la convocatoria y alianza que tenía Chávez con las bases populares, lo que le permitió el ejercicio de un autoritarismo que logró compatibilizar, aunque sólo fuera formalmente, con el orden democrático. La propia Constitución chavista se ha convertido hoy —irónicamente— en una barrera infranqueable para el Presidente Maduro. Violentada muchas veces, interpretada arbitrariamente y reivindicada con sofismas insostenibles, no permite que el gobierno siga en el poder pretendiendo algo que no es. La línea entre democracia y autoritarismo se ha roto completamente. El cumplimiento del mandato de la Carta Magna no es una opción viable porque conduce inevitablemente a la extinción del mandato del Presidente, su gobierno y su esquema de poder.
El claro triunfo de la oposición en las últimas legislativas lo anunció. Por eso se burló el Referendo Revocatorio. Pero el tiempo pasa y los plazos se cumplen. Ante la proximidad de elecciones para alcaldes, gobernadores y finalmente para Presidente, el régimen buscó un mecanismo de salvación. El Tribunal Supremo de Justicia asumió ilegalmente las atribuciones del Poder Legislativo. La reacción interna y externa abortó ese intento y activó las masivas protestas en la calle.
Vino inmediatamente la retirada de la OEA, por una razón, la correlación de fuerzas ha cambiado y la influencia decisiva de los países del “socialismo del siglo XXI” no surte los efectos deseados en la citada organización y tampoco alcanza para recibir respaldo de la Celac y de Unasur.
Con una treintena de muertos en la espalda y ante la constatación de que la presión no amaina, el Presidente optó por un último recurso, disfrazado otra vez de formalismos legales, la convocatoria a una nueva Asamblea Constituyente. El objetivo real: bloquear las elecciones venideras y controlar a través de este juego todo el poder (en el que mezcla las decisiones corporativas que el gobierno controla con el voto individual), vulnerando el derecho de un ciudadano al voto y arrebatándoselo a la oposición al anular la Asamblea Legislativa. Está claro que esta convocatoria es también una maniobra que rompe el orden democrático de manera inequívoca.
¿Es esto viable en el escenario de la realidad política, económica y social venezolana de hoy? El gobierno juega su última carta sin el colchón ni el aire necesarios. La oposición sabe que el tiempo del diálogo pasó y que el respaldo externo a Maduro es cada vez más débil.
Nadie que haga una lectura serena de estos hechos puede aceptar como lógicas las acciones del gobierno. Pero lo que hoy está completamente al desnudo tanto fuera como dentro de Venezuela es que la permanencia del actual gobierno, es absolutamente incapaz de resolver la crisis económica y sus consecuencias sociales, que sería la única baza válida para justificar la ruta propuesta por Maduro.
Los gobernantes han escogido la vía del desastre, le han dicho al mundo que no les importa cuán dramática es la crisis, cuán profundo el efecto sobre los más pobres, cuánto se desquicia y descompone el tejido social del país, cuán arbitraria e injusta es la detención de figuras fundamentales del entramado político, lo único que importa es permanecer en el poder. Cualquier persona sensata en Venezuela sabe que la única opción de la nación es un cambio de gobierno. No tiene sentido alguno pretender que hay otro camino. Más aún hoy cuando, en esa frenética huida hacia adelante, las acciones desde el poder eximen al mundo de construir argumentos, los hechos son de tal envergadura que está muy claro que el gobierno de Nicolás Maduro está ya muy lejos del ejercicio democrático al que le obliga su propio mandato emanado de las urnas.
El autor fue presidente de la República.
Twitter: @carlosdmesag
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