El 21 de febrero de 2017 se ha convertido en un día relevante de la historia reciente de nuestra democracia. Por primera vez desde el ascenso al Gobierno del presidente Morales, agrupaciones ciudadanas no partidistas convocaron con éxito, desde el compromiso cívico, a que los ciudadanos retomen la calle y la conviertan en un escenario propio y legítimo de expresión colectiva.
El Movimiento Al Socialismo, anclado en su larga y combativa tarea sindical cocalera en los años 90 del siglo pasado, tejió una intrincada red de movimientos sociales que lograron construir un poder popular equivalente al que edificó el MNR a través de la Central Obrera Boliviana en 1952. Con esos activos, en los años de crisis de nuestra democracia (2000-2006) las fuerzas antisistema apuntalaron lo que se conoció como un bloque social que llenó el vacío dejado por la propia COB desarbolada por la contundencia del Decreto 21060 en 1985. “Tomar la calle” fue la consigna y, más que eso, convertir la calle en el escenario de la legitimidad política y de la “verdadera deliberación” fuera de las puertas del Congreso y de la instituciones legales del Estado.
En determinados momentos ese camino es, por supuesto, no sólo válido sino imprescindible. Pero en la etapa de máximo ascenso de estas fuerzas se llegó a una peligrosa deificación, la idea de que era allí, en ese complicado y frecuentemente incontrolable escenario donde se depositaba la voluntad popular. Fue sin duda un equívoco que contribuyó a debilitar la institucionalidad estructural de nuestra democracia, al punto que ni la nueva Constitución de 2009 pudo –como se ha comprobado a lo largo de estos 11 años-- frenar las tendencias a la anomia, expresadas frecuente e irónicamente en sectores oficialistas que apelaban y apelan a la presión, la amenaza, el ultimátum, el bloqueo y la movilización de grupos que pasaron por alto el imperio de la Ley con el único objetivo de defender intereses espurios.
“La calle es nuestra” nos dijo el poder desde 2006. “No sólo ganamos en las urnas sino que demostramos nuestra vigencia en esta peculiar ágora de la democracia”. Pero tanto va el cántaro a la fuente… Las ideas y la utopía perdieron impulso primero y se degradaron después. El concepto estructuralmente erróneo de construir todo el soporte del sistema en una persona comenzó a pasar facturas.
La respuesta llegó el 21 de febrero. Las principales ciudades del país llenaron sus plazas emblemáticas con miles y miles de ciudadanos, nuevas generaciones que retomaron la calle. Sobrevolaba San Francisco de La Paz la nostalgia de la masiva presencia de compatriotas que en 1982 tomaron el lugar y le arrancaron la democracia a la dictadura militar. La calle es de todos, pero sobre todo es un espacio que interpela al poder. No fue ya posible ni por la vía de la propaganda (“el día de la mentira”), ni por la de las manifestaciones oficialistas, frenar el impulso popular. La palabra pueblo recobró su sentido, no el de masas acarreadas, estipendiadas u obligadas por sus empleadores, sino el del deseo de expresar libremente una idea, la más importante, defender el voto de quienes tomaron en las urnas la decisión de no modificar la Constitución y de decirle a los primeros mandatarios de la nación que en 2019 no pueden –porque así lo manda la Constitución-- volver a postularse a la presidencia y a la vicepresidencia.
Salvo la condenable acción vandálica de los cocaleros, fue un día ejemplar. En la mañana, el Gobierno organizó concentraciones para recordar la “mentira” del Referendo, en la noche se conmemoró uno de los hechos democráticos más relevantes de las últimas décadas. Pudo hacerse en paz, en libertad, sin restricciones y sin provocaciones (punto alto para el oficialismo que ni directa ni indirectamente provocó o promovió violencia o boicot a las concentraciones).
Comienza de este modo un nuevo tiempo en el que el halo de invencibilidad del Presidente parece estar en cuestión, en el que los ciudadanos quieren caminos nuevos y de renovación para el 2019, en el que el país demanda reconstruir la institucionalidad y garantizar la alternabilidad en la presidencia, como una garantía central de que el poder no destruya los valores esenciales de éste o cualquier otro proyecto político.
Si el Gobierno insiste en no escuchar estas voces, se equivocará en perjuicio suyo, en el de su obra y en el de todo el país. El riesgo está en que crea realmente en una realidad construida para reforzar su propia visión, encerrada en las paredes del poder. Si después del 21 de febrero se le da la espalda al triunfo legítimo e incuestionable del No, sólo se estará contribuyendo al crecimiento de una oposición que tendrá ante cualquier respuesta “legal” que busque destruir la incuestionable legalidad y legitimidad del Referendo, razones más que suficientes para expresar su verdadera fe democrática en 2019, cuyo pilar fundamental es la renovación de liderazgos nacionales.
El autor fue presidente de la República.
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