En nuestra joven democracia, la interpelación no siempre ha tenido la fuerza que la ley le otorga. Ello, debido a la formación de mayorías circunstanciales afines al oficialismo, hasta 2006, y desde entonces por la contundente mayoría de la que goza el MÁS en la Asamblea Legislativa Plurinacional.
En la primera etapa transcurrida desde 1982 hasta 2006, frente a la denominada “aplanadora” que conformaban los partidos con representación parlamentaria, gracias a la cual se blindaba a los magistrados contra la censura, hubo, empero, varias excepciones en las que se logró sancionar a varios dignatarios.
Desde 2006, no ha habido excepción alguna y la mayoría parlamentaria del MAS acata disciplinadamente las instrucciones oficiales y, salvo en uno que otro acto de esta naturaleza, no hay ni siquiera un mínimo debate que legitime esta práctica legislativa.
Más bien, en un aparente acto de desprecio, incluso los dignatarios no responden a las preguntas que se les hace y en muchas ocasiones ni siquiera atienden las observaciones que se les hace, y terminan siendo aplaudidos por sus adherentes, más aún cuando hay evidentes transgresiones.
El problema de esa realidad es que no sólo se daña el funcionamiento del sistema democrático, sino que se abre las compuertas al caos administrativo y a la corrupción, por un lado, y, por el otro, a que se incuben sentimientos de frustración e impotencia que pueden tener imprevisibles consecuencias.
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