La forma en que las autoridades han actuado frente a los cooperativistas mineros es una muestra más de la desorientación en que se encuentran desde su derrota en el referendo del pasado 21 de febrero
Probablemente los momentos más complejos y difíciles por los que atraviesa un mandatario o un dirigente son cuando entre las probables consecuencias de una decisión que asuman una sea la muerte de personas. Es que de concretarse se empaña el juramento que hicieron al asumir la responsabilidad de servir a quienes representan; por tanto, que haya la posibilidad de eliminar a alguien contradice radicalmente el propósito.
La política, que tiene mucho de cínica, ha buscado explicaciones a ese trascendental momento: el imperio de la “Realpolitik”, los intereses del Estado, nuestra seguridad o la del otro… Lo que no encuentra explicación alguna es que una vez adoptada la decisión se busque culpables para explicarla. Esa actitud quita todo valor humano al que la asume porque implica desprecio a quienes mueren y a quienes pretende representar.
De una u otra manera, esto es lo que está sucediendo en el proceso de confrontación entre los mineros cooperativistas y las fuerzas policiales que ya ha cobrado cuatro vidas, con la agravante de que se trata de un proceso que además de ser similar a otros registrados desde 2006, resalta la incapacidad gubernamental de gestionar conflictos en un marco de paz. Más bien, parecería que —siguiendo algunas corrientes foráneas— se busca premeditadamente la radicalización de la confrontación precisamente buscando la derrota del bando contrario.
Ello, mientras en un país como Colombia, con más de 60 años en guerra, el Estado pacta un acuerdo de paz con el grupo guerrillero más importante de la región y lo hace no sólo por la capacidad de las actuales interlocutores de dar prioridad al bien común, sino porque, como muestra la historia, en este tipo de enfrentamientos es poco menos que improbable que un bando u otro sean absolutamente victorioso o absolutamente derrotado.
Para evitar esa predisposición a la radicalización no sólo se requiere vocación democrática y profundo respeto a la vida humana, sino una mirada de largo aliento dentro de una visión de país, que permite desplegar esfuerzos para crear condiciones que generen mutuas confianzas y eliminen los obstáculos que separan.
Bajo esa convicción, el camino que están siguiendo las autoridades gubernamentales es errado y mantenerse en él sólo seguirá crispando al país, afectando al propio Gobierno. Es decir, si éste no cambia la actitud de justificar siempre en los otros su incapacidad de solucionar los problemas que debe enfrentar, de privilegiar la confrontación antes que el diálogo y no explica con transparencia su actuación, no sólo aumentará la desconfianza ciudadana, sino que provocará mayores heridas que cada vez serán más difíciles de restañar.
En todo caso, la forma en que las autoridades han actuado frente a los cooperativistas mineros es una muestra más de la desorientación en que se encuentran desde su derrota en el referendo constitucional del pasado 21 de febrero, desorientación que se traduce en una reducción de su base de sustentación, y en que se refugie en círculos cada vez más íntimos del poder y las aparatos militares y policiales.
En ese escenario, bien harían las autoridades en revisar críticamente su actuación, reorientar su camino y ayudar a que el país ya no viva más momentos de violencia y luto.
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