Se podría admitir que en un caso de extrema desesperación, cuando absolutamente nada puede componer un entuerto, a un sindicato, a un gremio, hasta a algunos vecinos se les ocurra bloquear una vía. Eso, en cualquier lugar del mundo, sería la última alternativa ante la impotencia frente a la autoridad del Estado. Pero si se bloquean caminos y carreteras, calles y senderos, aún antes de negociar un acuerdo, si el bloqueo se utiliza como recurso para imponer una exigencia, quiere decir que la nación, los ciudadanos, han perdido toda capacidad de diálogo y de negociación.
La cultura del bloqueo que se impone en Bolivia desde hace 20 años más o menos, nos señala como un pueblo enfermo de “bloquitis”. Es una peste que impusieron con una frecuencia periódica los cocaleros del Chapare y que, como la alfombrilla o la viruela, se fue extendiendo por todo el territorio nacional llegando a contagiar hasta el último rincón de la patria. Hoy existen bloqueos diarios por todo y por nada; bloqueos por exigir mejores salarios como bloqueos porque a un alcalde lo encontraron borracho, otros borrachos, en un día laborable.
La vida del país, entonces, transita entre los bloqueadores y los desbloqueadores. Unos ponen piedras en los caminos y otros las retiran. Unos derriban árboles sobre las calles y otros los apartan. Unos se parapetan armados con palos y hondas detrás de trastos viejos y llantas usadas y otros los desalojan utilizando gases lacrimógenos o balines, cuando no balas de verdad. Y así se nos va la vida. Pasa un día, dos días, tres días, y de pronto bloqueadores y ministros de Estado se reúnen en una escuela, una plaza, la calle misma, y anuncian que el pleito está solucionado, que las exigencias han sido aceptadas por los ministros. Un mes después, como el Gobierno ha aceptado condiciones bajo presión que no podía cumplir, los bloqueos se renuevan y las carreteras se cierran hasta Dios sabe cuándo.
A todo esto, reaparecen las filas interminables de camiones con carga, buses atestados de pasajeros con algunos turistas para colmo, y familias con niños en vehículos particulares, que están sentenciados a acatar en silencio lo que ordenen los jefes sindicalistas o el líder de los vecinos. Falta la comida, falta el agua, falta el sueño, cunde el temor, y cuatro o cinco sujetos broncos cuidan que no se mueva ni una sola piedra, ni un tronco, y, sobre todo, que nadie pase de un lado a otro que no sea a pie, cargando con equipaje y niños en brazos, o pagando. Porque no todo es fidelidad a la causa ni mucho menos. No faltan los cabreados choferes que pueden sobornar con dinero a los bloqueadores y entonces se mueve uno de los obstáculos de la tranca y el vehículo pasa. Sólo ese.
Desde el largo bloqueo de la carretera Cochabamba-Santa Cruz, hace más de una década, del que tanto se ufana S.E. que era quien comandaba el cerco, hasta hoy, son muchos los millones de dólares que se han perdido porque los productos no llegaron oportunamente a su destino y no pudieron ser embarcados o se malograron, pero también son muchas las vidas sacrificadas. Los cocaleros del Chapare primero, y luego el MAS como agrupación, fueron quienes adoptaron el bloqueo como recurso para doblegar a los gobiernos de turno. Hacían oídos sordos a todo reclamo y a todo pedido. Es muy probable que la táctica del cerco les produjera ganancias políticas, porque, la verdad sea dicha, a S.E. nadie lo conoció por sus brillantes discursos o debates en el Congreso, nadie por algún proyecto de ley importante para el país; se conoció al actual jefe de Estado por ser el cabecilla bloqueador.
Lo que no se sabía es que eso del cerco, del asedio en caminos y carreteras, iba a convertirse en la principal arma de protesta en Bolivia. Pero, como hemos visto, no es un medio para las situaciones extremas, sino, por lo general, para hacer un pedido. Lo primero que anuncia la región, barrio, o calle que exige una atención del Estado o del municipio, es el día del bloqueo. Entonces ya se sabe que estarán obstruidas tales zonas o distritos, urbanas o rurales, o tampoco se sabe nada.
Si el bloqueo es el recurso para arrancarle al Gobierno lo que tiene y lo que no tiene, lo que puede y lo que no puede, quiere decir que somos nomás un pueblo enfermo de “bloquitis”. Si un pueblo que trabaja poco es proclive, además, a los paros, marchas y bloqueos, no es mucho lo que se puede esperar. Esa cultura del bloqueo, salida desde los cocales del Chapare, ha sido perniciosa y costosa en vidas. Ahora sus mentores como S. E. no saben cuál es el antídoto para curar semejante peste. ¿Será incurable? ¿Terminal? ¿O se sanará con algo más que correr a los parapetos de los bloqueadores a pedirles una tregua? Unos buenos azotes, como a los jóvenes díscolos, sería ideal. Pero, ahora, a estas alturas, en estos tiempos, ¿quién se los dará?
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